martes, 22 de diciembre de 2015

"Las sílabas amontonadas" -dos poemas en prosa de Román Porras


y al final de mí soy un río donde crecen las calles y los juntos y mi cuerpo una ciudad con semáforos y dedos, con axilas y puntos cardinales.

y más lejos, yo por las bajantes, por los rectos y las copas, dando vueltas por las casas donde vivo.

Por las copas que se rompen y derraman los ungüentos. Yo por los tejados, por la lluvia que resbala y las goteras.

y después de mí, donde termino, soy caudal que remonta la memoria y mis ojos un hilo que desciende y descansa la vista por debajo. Por debajo del tiempo y de los cauces, en el metro y las cloacas. En invierno.

y mi cuerpo es el recinto donde yago y más tarde, yo por mis caderas, por mi ombligo y por mi boca. Yo por los cuchillos y las tazas donde bebo y donde afluyo.

y luego soy el río donde acabo, el vástago que me sueña y me diluye, que me crece y perpetúa.

Salvaje como las moscas y las vacas. Como la sed que orino en las aceras 

Desde aquí puedo ver el vuelo de las aves y más abajo, la silueta de la ciudad en la que vivo. La distancia me oculta sus rasgos pero aun soy capaz de distinguir el movimiento de los pequeños objetos en las calles.

Los conozco a casi todos. A diario coincido con ellos en la escalera, la parada del autobús, o en mi propia casa, aunque no creo que ninguno me recuerde. Tal vez unos pocos, pero a esos prefiero olvidarlos.

Me gusta observar, incluso lo que no dicen. Cuando observo, sus cuerpos crecen lentamente. Adheridas al fondo de las copas crecen las uñas y los senos, y las silabas amontonadas en la forma de sus labios. Los observo a todos y también el vuelo de las aves.

Desde aquí, lentamente.

Román Porras



Diálogos


“Salvaje como las moscas y las vacas. Como la sed que orino en las aceras”.

Román Porras


Salvaje como brizna, como la hoja que arrastra sin dónde, en ese otro silencio donde escuchar vuelve a ser posible, incluso si afuera no cesara de nevar o si las tormentas de verano irritaran los ojos hasta el llanto.

Salvaje –así las nervaduras de los árboles, los insectos que trepan sobre ellos, no para seguir la furia blanca, no para imponer al mundo su anatomía: salvaje como lo que anda o vuela suelto todavía, sin red, en el curso nómade donde cada cual aprende a ser en lo desapercibido –en la memoria del cauce, como una presencia invisible que desde ese privilegio observa. Desaparecer entonces en la secreta fidelidad a lo efímero: ligero, susurrando lo inaudible para ver crecer un lenguaje al abrigo de otro vientre.

Salvaje como la sed, como quien lame el desierto: sin origen (o antes), en el linaje de lo común que orina en las aceras y aloja el sueño de las moscas. En el recuerdo oscuro de una noche primera, cuando alguien nace entre calendarios rotos, abrazado a las habitaciones del nombre, incluso si duele cada vez que otro sale. Así: silencio indómito que nombra lo que las palabras callan.

Salvaje como la lluvia que acaricia las flores de un jacarandá, en la herida que dice la dicha, esta hemorragia incesante que arrastra el río de lo animal, su abecedario olvidado, ay dolor de todo lo humano –buscando por debajo del tiempo un destello que nos ampare en la intemperie.

Arturo Borra

lunes, 30 de noviembre de 2015

"De un árbol a otro: la distancia" - un poema de Alfons Cervera

 
 
La noche está aquí ya por fin, completamente.
Marguerite Duras
Las diez y media de una noche de verano
 
                                       De poseer lógica también está lejos.
                                                                       Robert Musil
                                                          El hombre sin atributos

 
Deja que te coma el corazón
en los alambres rotos del otoño.

 
I
 

Han pasado los años, y la lluvia. La casa es la misma, con los nidos de golondrinas convertidos en piedra y rizos de mierda, con las paredes llenas de agujeros y huellas de un amor antiguo: no te olvidaré nunca, aunque la muerte se esté acercando con la mano extendida por los prados. Criaron las ratas en esa opulencia concupiscente del puerto franco y los indóciles rabos de tanto monstruo suelto a sus antojos. No es que tenga el síndrome de Diógenes. Guardo sólo lo más imprescindible: unas plantillas de cuero para evitar los cristales rotos desperdigados por el suelo, el viejo calendario que no consiguió dañar la ferocidad de los disparos, un disco que Miguel de Molina le regaló a mi padre antes del exilio en los teatros argentinos. Sin embargo, hay una nada sospechosa unanimidad en la crónica que anuncia el final de la contienda: la extinción sigue irremediablemente a la derrota. Es la ley de los fuertes. Lo que queda en la parte más oscura de la culpa. Cuando el paisaje se ciñe a las cenizas, a un rastro titubeante de pies descalzos en la nieve, a las piruetas de los buitres que revolotean sobre un campo de huesos calcinados, toda redención es imposible. La victoria contará la historia como si todo fuera uno y la otra mitad hubiera de ser condenada al silencio. Los planos de la batalla se habrán perdido en las revueltas de un río que dejó de existir antes de llegar al mar y perdió de vista el horizonte. Cuando llega la tarde, el paisaje es una nube de color naranja con una gota de sangre huyendo de sus tripas.

 
 

II
 

 Lo que sigue a las consignas de la tregua será una mirada turbia que se parece al desconcierto. O al miedo. Poner los ojos así, a medias abiertos y a medias cerrados. Así. Como se mira de cerca un rostro que acaba de entrar con nosotros en el túnel de una despedida. El bucle del horror no tiene límites. Es esa vocación por los relatos amorfos que aparece cuando el mundo se declara en bancarrota. No me vengáis con discursos de salvación. Ni repartir la culpa sirve de nada. La memoria se cuece en las llamas de un poema tal vez de Paul Celan -las cenizas aún no: eso vendrá luego, con las últimas letras de la narración ya domada por los latigazos del cinismo-, en un oscuro pasadizo lleno de monstruos, en esa alquimia del dolor que mezcla impunemente la crueldad de los torturadores y la soledad del testigo en los atardeceres de la playa. Los perros saben siempre más de lo que dicen. Otra cosa es que se les pueda tirar de la lengua cuando el amor ya se fue lejos de todo. Entonces vendrán la casa en llamas, el vuelo carnicero que acecha insolentemente a la carroña, el holocausto de las abejas cuando la reina perdió su rango y el último hálito de vida, ese incansable roer de los conejos en el hierro cobrizo de sus jaulas. Nada.

 

III
 

Podría afirmar en esa nada que de un árbol a otro la distancia no existe, como tampoco existen el miedo, algo que se parece al estupor, la sensación de arena que deja en la boca temblorosa un lejano atardecer con peces muertos. En el bosque no había señales que condujeran a ninguna parte: huellas de perdiz, lo que van dejando en el aire las ardillas, el dulce canto de los mirlos en la hora anaranjada del crepúsculo. Sólo casquillos dorados al sol primero de la mañana. Desde cuándo estarán ahí, quién los abandonó sin que mediara tregua alguna entre los contendientes, dónde andarán ahora -cuando el tiempo ya es otro bien distinto- las viejas intenciones de convertirlo todo en exterminio. La vida se busca a sí misma en esa marabunta de ciervos a la deriva que vaga por los montes. Lo que veo tiene el color abrupto del azafrán silvestre, como varitas de polvo helado en la comida del hambriento. Los días que se fueron ya no volverán. Hay una gramática que lo afirma con una rotunda, nada rutinaria,  conclusa intransigencia. La bomba estalló entonces, cuando las palabras empezaban a vivir en la habitación más al fondo de la casa.

 

  IV
 

 Negocian la reconciliación como un pacto de hienas vestidas con smoking, pajarita y gemelos en los puños de la camisa. Saben que la razón no está de su parte. Y qué. Si todo lo pueden, a qué viene buscar un acuerdo entre ellos y después entre ellos y nosotros. La culpa tampoco se negocia. Que cada cual acuse los golpes que merece. La ignominia no quedará en nuestro lado. O sí. Demasiadas veces hay traiciones insospechadas. Nos traicionamos sin que surja una arruga de preocupación en las comisuras de los labios. Pero aun así: mejor no asumir de antemano la posibilidad de que un bosque esconda la sombra de lo que fuimos. Aunque ésa no la descartemos, aún habrá quizás otra salida: la de descubrir que el temblor de la historia llega con las botas llenas de barro y los cañones apostados a las puertas de un poema. La paz tranquila es una farsa. Nadie conseguirá dotarla de una moral distinta a la de la victoria. Los vencedores no se dejarán usurpar la estrategia de las arañas venenosas. El fuego será entonces un rastro de ceniza. Todo se llenará de estatuas, de himnos con el auditorio puesto en pie y los brazos extendidos, de una complicidad extrema con la devastación. Atrapar lo que sea el futuro es como llegar tarde a los horarios del sueño. El paisaje habrá desaparecido del horizonte. Ni horizonte habrá delante de los ojos asustados. Leer en ese vacío crepuscular es tan inútil como cómoda la orden de diezmar violentamente lo que queda al otro lado de los puentes. Puentes tampoco hay, dirán las voces que nunca se rinden. La codicia es lo que queda. De dónde pactar, pues, las reglas de una derrota y las traiciones. La liebre no querrá, por más que su cabeza vuele en pedazos a dos palmos del ojo que vigila. Sus restos mezclados luego con sangre en los ganchos de una carnicería. La palabra no estará colgada ahí, en la vergüenza de esos ganchos. Sonará una alarma y las calles se llenarán de gritos a favor de la revolución. Sé que todo esto es como un cuento de los de antes, como aquel relato del fantasma que recorría Europa y esas cosas.


Textos: Alfons Cervera
Fotografías: Arkaitz Morales

sábado, 14 de noviembre de 2015

"polvo enjaulado en la garganta" -cuatro poemas de Viviana Paletta





[de Las naciones hechizadas, 2010]


vaya a mañanear la muerte es banal y las caballerizas hieden también el patio de la muerte sea capataz de su hacienda amurallada pastor alemán y doméstica bestia hasta de muerte se canse de ladrar trasiegue de esquina a esquina la fosa común el rondón de Europa la ninfa enviciada que lame sus aristas las abrillanta con el filo de su paladar trasunta el agua en sangre el cuerpo en arenisca impalpable diminuta de muerte se aburre increpa a los vigías su larga cerrazón de aliados la fanfarria de ebrios anodinos en sota caballo y rey pide su amor letal su salvajada aorta el deseo es el mismo pero quiere más trasiega su boca de espuma en la boca del puerto late en el bastión oliva de radares y redes asmáticas abre la tumba de playa para el torero hilarante cual hilandera que teje su red y la despinta para soldarla más recia espumarajo de alambre cansino y melena rubia electrizada a media res entre el trópico y el cielo nevado el deseo es tedioso pero liba en su boca de sangre muerde su red buscando presa se dilapida la carne en murallones de algas aguachirle de músculo alado que no sabe nadar en el néctar mortuorio de las aguas saladas gangrena su boca letal mastica el furgón moreno y la balsa encallada relame el fuego nocturno y su ronda embrujada tritura la pavura materna la palma de su lengua cercena el madero la astilla del ángel el pasaporte rajado raído






[de Arquitecturas fugaces, inédito]


El reverso del verano
como una construcción de arena y horas
luz en equilibrio sobre las antenas.

Todos los cambios cromáticos del día
                        ebrios de sí
          en trapicheo con la oscuridad que aguarda
más rotunda que la memoria
obstinada en su maleza
                       sin hacer pie.




                         
Ojalá me envolvieras en un atajo de tu corazón
             lejos el pantano que es este país
y su impertinencia
contra todos nosotros.


Olvidarlo como arenisca
       polvo enjaulado en la garganta.



«La patria de todo escritor es la selva espesa de lo real.»
Juan José Saer


La selva de todo escritor es la real patria espesa.
Todo escritor espeso es la selva de la patria real.
La patria toda es la espesa selva del escritor real.



Textos: Viviana Paletta
Imágenes: Cristóbal Toral



 
VIVIANA PALETTA. Poeta y editora. En 1986 recibió el primer premio de Poesía en el I Certamen Literario para la Mujer Argentina y, en 1989, fue seleccionada en cuento y poesía en la Primera Bienal de Arte Joven de Argentina. En 2003 integró la antología Estruendomudo y publicó su libro de poemas El patrimonio del aire. Sus relatos y poemas han aparecido en publicaciones de Argentina, Colombia, España, Estados Unidos, Guatemala, México y Perú. Ha participado en Di algo para romper este silencio, libro-homenaje a Raymond Carver, coordinado por G. Samperio (México, 2005), en Antología de seres de la noche, selección de S. Luis, C. Eudave y C. Bustos (México-Florida, 2006), en El arca. Bestiario y ficciones de treintaiún narradores hispanoamericanos, de C. Eudave y S. Luis (Santiago de Chile-Lima, 2007), en Por favor, sea breve 2 (Madrid, 2009), antología preparada por C. Obligado, y en 2011, compilación de J. J. Donayre y D. Roas (Lima, 2014). También está incluida en la antología Los poetas interiores. Una muestra de la nueva poesía argentina, seleccionada por R. Galarza (Madrid, 2005) y en Poemas y poetas argentinos, edición de N. Benegas (Madrid, 2013). En 2010 ha publicado su segundo poemario, Las naciones hechizadas (Mérida [Venezuela]), y también su edición de los Cuentos completos de Rodolfo Walsh (Madrid). Con posterioridad, en 2013 ha prologado de Agustina Roca, El escenario, XI Premio Internacional de Poesía «León Felipe» y preparado la edición y el prólogo de Los peligros de Paulina y otros cuentos selectos, de Salvador Garmendia (Madrid, 2014).

martes, 13 de octubre de 2015

«El lenguaje siempre es la guerra: entrevista a Henri Meschonnic» -por Pierre Gazaix




Pierre Gazaix: Henri Meschonnic, a menudo se lo tilda de “polemista”. ¿En esta frase, está la palabra “guerra” y en Crítica del ritmo usted afirma de manera rotunda “en el lenguaje, siempre es la guerra”?

Henri Meschonnic: Sí. Se trata de la relación etimológica entre la polémica y la guerra. Algo que parece raro, puesto que la polémica tomó una dirección muy distinta a la de la polemología. Creo efectivamente que la relación etimológica entre la polémica y la guerra sigue siendo una relación de sentido, algo que no es de cajón: para la mayor parte de las palabras, hay un corte entre la etimología y el sentido. Pero con la condición de hacer una diferencia, que me parece que la polémica tiene precisamente por estrategia ocultar, una diferencia ente la polémica y la crítica. Por otra parte, acabo de emplear la palabra estrategia que es justamente un término de guerra. Me parece que podemos decir que la polémica, por todos los medios, desde el uso de los argumentos hasta la ausencia de argumento, es una guerra para tener razón, o para dominar de una manera u otra. Dominar en el plano del argumento, en el plano de los medios de opinión. Efectivamente la polémica sin duda juega ante todo en el plano de la opinión, con todo lo que este término comporta de vago, y eventualmente de golpes bajos. Me parece que es importante distinguir e incluso oponer la polémica a la crítica. La polémica tiende a englobar a la crítica, y a hacer que la crítica se confunda con la polémica, porque ambas tienen en común aunque más no sea una base de desacuerdo. Pero la crítica y la polémica tienen no solamente estrategias sino una  epistemología diferente, una ética diferente, y una política diferente. Para mí, la crítica es una estrategia que apunta a la historicidad, que apunta a reconocer la situación de los problemas, de los sujetos, para saber cómo se hacen las operaciones de sentido y, por consiguiente de ocultación del sentido. La crítica para mí sigue estando, en efecto, cerca del juego etimológico que le es propio, y que no es en absoluto el mismo de la polémica.

P.G.: ¿A partir de la noción de crisis?

H.M.: Sí, pero en principio el ejercicio del juicio: en griego krinein es juzgar. Es peligroso relacionar de manera inmediata la noción de crítica con la noción de crisis, porque esta relación instala en primer lugar una relación con la metáfora médica de la crisis. Con respecto a un estado que no sería la crisis. Mientras que la historia muestra precisamente que no hay más que crisis. Como la noción de crisis es contrastativa, si el otro término del contraste desaparece, la noción misma de crisis se modifica. En este sentido, hay una estrategia del uso del término “crisis”. Creo que es mucho más fecundo poner la noción de crítica en relación con la noción de juicio, es decir con la búsqueda de los fundamentos. Es el sentido de Crítica de la razón pura, pero es también el sentido de la Escuela de Frankfurt, como referencia habitual más cercana. O sea, situar las cosas con relación a un conjunto, situar todo lo que es regional con relación a una teoría de la sociedad. En este sentido la crítica es crítica también en el sentido corriente de la palabra. Por consiguiente ella puede criticar en el sentido de buscar defectos. Pero es ante todo el ejercicio de un punto de vista en el sentido en que Levi-Strauss, en Raza e Historia, muestra que no hay ciencias humanas sin puntos de vistas, sin situación histórica de un sujeto, tanto si es etnológico, como si trabaja sobre el lenguaje, o si trabaja en otros dominios de lo social.

El ejercicio de la crítica consiste entonces en tratar de mantener juntos el reconocimiento de la historicidad y el de la especificidad. Es una búsqueda del funcionamiento de las estrategias. No es una búsqueda de la dominación. La diferencia radical y fundamental con la polémica, es que la polémica es una búsqueda de la dominación. Buscar la razón de alguna cosa, no necesariamente es buscar tener razón, o intentar darse la razón.

P.G. ¿Por lo tanto rechaza este calificativo de “polemista”?

H.M.: Por supuesto. Incluso planteo que precisamente, la marca del adversario, es decir la racionalidad dominante, es poner sobre la crítica la etiqueta de “polémica”, porque así, ella la engloba a la vez y la neutraliza, reduciéndola a su propia estrategia de dominación, mostrando de esa manera su resistencia. Dicho de otra manera, el gesto que consiste en hacer que la crítica se confunda con la polémica, es, para mí, el gesto mismo que muestra, negativamente, la resistencia en el sentido en que los psicoanalistas hablan de resistencia, en el sentido en que se comprueba una resistencia análoga en la teoría de la traducción. A los traductores no les gusta que se les diga cómo opera todo lo que ellos ocultan en sus traducciones. Se resisten al análisis poético de la traducción. Desde este punto de vista, la poética y la crítica están en una relación de implicación recíproca, en lo que concierne a las ciencias humanas. Quiero decir que la poética es una crítica de las ciencias humanas. Y no creo que se pueda hacer una crítica de las ciencias humanas sin la poética. Por la poética se puede mantener el lazo interno, no la yuxtaposición, entre la epistemología, la ética y lo político mientras que la polémica al contrario funciona en la separación de los diversos órdenes.

P.G.: ¿Poética, ética, política, polémica tienen una gran proximidad en tanto que significantes?

H.M.: Sí, pero alguien me hizo observar una vez más… que mónada y limonada estaban muy cercanos…  Esta relación de consonancia no tiene ningún interés. Hay, como dicen los ingleses, un jingle,  un efecto de cascabeleo de las palabras, que puede incluso ser molesto en la medida en que eso hace tic-tic-tic, poética, ética, política. Pero que poética y política se parezcan no quiere decir que puedan juntarse. Al contrario, la tradición retórica hace todo para que no haya nada de común entre ellos, y para que su relación precisamente también sea tan incongruente como mónada y limonada.

P.G.: En cuanto a la polémica y la crítica, usted mostró una relación de dominación de la primera sobre la segunda, entre otras. ¿Podría precisar cómo analiza sus relaciones con el poder?

H.M.: Sólo quería agregar, a propósito de la distinción entre polémica y crítica, que me parece que no hay que olvidar, en efecto, la relación con el poder, esencialmente con un poder sobre la opinión: prensa escrita u oral… Es uno de los elementos que pueden intervenir en la distinción entre crítica y polémica. En la medida en que la polémica implica una estrategia de dominación, ella presupone un poder, un poder de hablar y  un poder de callarse: es decir de hacer que no haya discusión. Mientras que la crítica, paradójicamente, es neutra con relación al poder. Neutro significa libre. En última instancia, me pregunto si la crítica puede tener poder. Inmediatamente caería en el dogmatismo. En todo caso, no estaría lejos de pensar que una relación con el poder corre el riesgo intrínseco de corromper a la crítica. Por ejemplo, en el orden de las prácticas del lenguaje, la poesía es crítica, para ser poesía, la poesía es crítica de la poesía. Y si hay algo que inmediatamente hace que la crítica corra el riesgo de corromper a la poesía, es tener un poder: un poder en una revista, en un grupo, en un programa de radio. Es decir inmediatamente la jefatura de un territorio y la auto-reproducción, el establecimiento de una cadena que se vuelva anticrítica, y por lo tanto se vuelva contra la poesía, o en todo caso corra el riesgo de hacerlo.

P.G.: ¿Esto no podría articularse con los puntos de vista que desarrolla Michel Foucault sobre el poder como efecto de discurso?

H.M.: Desde este punto de vista, también hay lingüistas que han hecho estudios sobre el diálogo, mostrando que la relación de diálogo es una relación agonística. Eso puede por otra parte prestarse a discusión. ¡Pero leí, ya no sé dónde, de alguna manera como posición de emblema para los diálogos, que el primer diálogo mencionado en la Biblia es el de Caín y Abel!

En un plano puramente lingüístico, se hizo notar que, sin llegar con todo a lo que Barthes llamaba el fascismo de la lengua, basta con hacer una pregunta, y el interlocutor está obligado a responder en el marco impuesto por la pregunta. No se puede responder por un complemento de tiempo a una pregunta que se refiere a un complemento de lugar. En los diálogos de niños, se ha observado que es el primero que toma la palabra el que determina en la secuencia del diálogo, o en una mini-secuencia, la continuación de la conversación, el giro que va a tomar incluido el giro gramatical. Desde luego, esto no implica que el hombre sea un lobo para el hombre. No habría que seguir la deriva del carácter agonístico del diálogo hacia una suerte de contrario del irenismo, que vería bocas siempre listas a morder a la primera boca que hable.

Es todo lo que puedo decir acerca de la guerra… Y en este sentido, el epígrafe que tomé de Mandelstam, “en la poesía, es siempre la guerra”, lo retomé como eco, generalizado, en Crítica del ritmo, y digo: “Es en el lenguaje que siempre hay guerra.” Porque el lenguaje es un lugar de conflictos, donde algunas estrategias camuflan de manera deliberada el conflicto, una de las paradojas, es que la polémica puede tener por objeto enmascarar el conflicto. En algunos de sus aspectos, por el silencio o con una suerte de aire olímpico, la polémica puede tener por característica ahogar la crítica, decir que no hay guerra. Pero decir que no hay guerra, es precisamente el acto con el que se oculta a la crítica. Por lo tanto es un acto polémico, y para nada un acto crítico.

P.G.: ¿En sus textos aparece a menudo una palabra con resonancias guerreras: dualismo?

H.M.: El dualismo tampoco es necesariamente un duelo. Lo cómico, es observar que los principios unitarios son dualistas. El dualismo del signo es un dualismo que también es una antropología: la del alma y la del cuerpo pero que se hace en beneficio de un principio único. Principio único del signo. O bien es el alma. Si tomamos el modelo del signo lingüístico, es un signo que establece toda una cadena, todo un paradigma dualista efectivamente, el dualismo antropológico del alma y del cuerpo, de la letra y del espíritu, de lo vivo y lo muerto. Es el esquema platónico, que retomó el cristianismo, de la letra que mata y el espíritu que vivifica (oposición entre la letra y el espíritu). Es un esquema que oculta un elemento en beneficio del otro, y que se retoma en el esquema del Contrato social, en la medida en que en el contrato social, está la mayoría y la minoría. Se asimila la mayoría al Soberano de manera absolutamente homóloga a la forma en que el significado es asimilado al signo. En los dos casos, – para el signo lingüístico, se trata del significante, para el contrato social, se trata de la minoría –, estos dos elementos se escamotean en beneficio del conjunto. Rousseau dice muy  claramente que es en el plano simbólico que la mayoría domina porque se la identifica con el Soberano y no porque sea la más numerosa. En ese caso, sería una opresión. No es una opresión. Es una legalidad interna, homóloga a la que funciona en el signo lingüístico. Con la generalización de los efectos de teoría, por ejemplo sobre la noción de lengua. En el siglo XIX eso dio un universalismo de la razón que se tradujo en el plano de la lengua, por ejemplo, a través de la búsqueda de una lengua universal. Estas tentativas de lengua universal representaban el proyecto del siglo XVIII.  Aquí volvemos a encontrar la noción de guerra, porque hay una relación entre el proyecto de paz universal de Kant, en el siglo XVIII, y el proyecto de lengua universal. El vínculo se remonta al mito de Babel, como si efectivamente la diversidad, en particular la de las lenguas, fuera el motivo de la guerra. Como si, al hablar la misma lengua en un mismo pueblo, o en una misma familia, uno no estuviese separado. Como si hicieran falta lenguas diferentes para estar separados. El mito de Babel es uno de los mitos más vivos, y que se continúa en esta suerte de ocultación de la diversidad de las lenguas que siempre y aún hoy se asimila a algún mal. A través de todo el siglo XIX, se ve muy bien que se trata de un mal: uno de los aspectos del mal, en el sentido metafísico del mal, puesto que la razón es universalista. Una vez más es maniqueo, porque la razón está forzosamente del lado del bien: es la ciencia, es la República universal, como decía Hugo. La felicidad de la humanidad.

Este esquema dualista es aparentemente irénico. Tiene la apariencia de hacer que reine la paz. En realidad, está fundado en la opresión. La opresión siempre o del cuerpo, o de la letra, o de las especificidades, y entonces toda la cadena de las especificidades: especificidad del lenguaje, especificidad artística, pero también especificidad étnica. Marx decía que los croatas tenían que hablar alemán y no entendía por qué seguían hablando croata… Y Hugo escribe, no sé en qué texto, que todos terminarán por hablar francés. Será la lengua universal… Me parece que lo propio del dualismo, es el hecho de que está hecho sobre el modelo del signo lingüístico, en una cadena que va de la antropología a lo político. En este sentido, diría que el signo lingüístico es tal vez el patrón universal del funcionamiento del dualismo. Tiene una manera totalmente particular de hacer la guerra mientras la oculta.

P.G.: Pero, entonces, pregunta ingenua, ¿qué se puede hacer?

H.M.: No creo que se puedan destruir las nociones como si uno se sacara de encima un fantasma. Sería totalmente ilusorio y fantasmal creer que uno puede sacarse de encima el signo. Pero se pueden desplazar las nociones, mostrando a qué estrategias obedecen, o más bien cuáles son las estrategias que las constituyen. Se pueden desplazar las nociones haciendo evidente lo que está en juego en las estrategias de estas nociones. Creo que lo que está en juego en estas estrategias del dualismo antropológico y político, es  el poder a través de la noción de alma o de signo, y lo que está vinculado al signo. El poder de cierta categoría de sacerdotes, para usar un lenguaje a la vez metafórico y no metafórico, sacerdote o soldado, para quedarnos en la antigua simbólica indo-europea. Basta, en este momento, con mostrar que la estrategia del lenguaje puede ser una estrategia de la lengua, del signo, o bien una estrategia del discurso, es decir una estrategia ya no del dualismo sino de la pluralidad, una estrategia del sujeto. La estrategia de una dialéctica del sujeto y de lo social, del sujeto y del Estado. Mientras que, en el signo, y en la lengua, la única posibilidad del sujeto es ser  una ilusión… En este sentido, hay una significativa superposición entre el funcionamiento del estructuralismo, que  hace del sujeto una pura relación gramatical, y una frase de Marx en el prefacio a la primera edición alemana del Capital, donde dice que el individuo es la criatura de las relaciones sociales. Desde este punto de vista, el marxismo como aventura del universalismo del siglo XIX, se encuentra en perfecta concordancia con el estructuralismo: son dos muestras diferentes de un racionalismo universalizante.

P.G.: ¿Y Lacan?

H.M.: Lo que me incomoda mucho, lo que hace a Lacan prisionero de su época, es que todas sus nociones del lenguaje son las del estructuralismo, y las de Jakobson en particular. Me parece que no puede no ser solidario de lo que adviene con este estructuralismo. Es decir que son nociones retóricas. Tal vez es la objeción más importante. Pero hay una especificidad sobre la que no tengo nada que decir, excepto que el término significante tiene en Lacan un sentido que no es, lejos de eso, lingüístico. Realmente es algo que pertenece, específicamente, al psicoanálisis.

Todo lo que le pide prestado al lenguaje, y en particular la famosa frase “El inconsciente está estructurado como un lenguaje”, me parece inscripto en el estructuralismo.  No es casualidad que esté “estructurado”. Lo que Lacan entiende por lenguaje está hecho de nociones estructuralistas.

P.G.: Si la pregunta no le parece muy tirada de los pelos con relación a la guerra, ¿podría decir qué lo llevó a la reedición del Diccionario de las onomatopeyas de Charles Nodier, aunque ya se haya explicado al respecto en “La naturaleza en la voz”, que incorporó en el diccionario?

H.M.: Eso es algo que pertenece a otra guerra. Precisamente, hubo una asfixia de la etimología, hermoso tema que muestra la relación entre la polémica y la crítica. En lo que respecta a la etimología y la onomatopeya, si la filología en el siglo XIX tuvo un objetivo, este objetivo fue el de sacarse de  encima la naturaleza, esta invasión del lenguaje a través de la vía del origen, actitud sin obligación ni sanción. Es decir que, de alguna manera, era loca. Vista desde aquí, retrospectivamente. Incluso si por otra parte se critica al siglo XIX, hubo una locura de la invasión del lenguaje a través de la vía de la etimología, de la naturaleza, y el siglo XIX reaccionó contra esta locura, esta invasión, fundando una ciencia positivista del lenguaje, inspirándose en el modelo de las ciencias naturales (Cuvier, Lineo) buscando leyes, creando barreras de contención, y corresponde decirlo, las leyes fonéticas. Los filólogos del siglo XIX lograron mostrar que estas relaciones de imitación entre las palabras no eran más que ficciones. Precisamente por otra parte, es lo que etimológicamente dice la palabra “onomatopeya”. Es lo que vuelve a decir Nodier: que la onomatopeya es una ficción de palabra, una ficción, en el sentido en que se habla de “ficción” en inglés para decir novela. Una suerte de novela del lenguaje. Pero el siglo XIX filológico, incluso en la lingüística oficial de nuestro tiempo, no dejó de reducir la onomatopeya y la etimología, para hacer de ésta únicamente lo que es para nosotros hoy, o sea, simplemente, y en términos de lingüística, la procedencia de una palabra. Distinta de la historia de la palabra. Pero, en resumen,  lo interesante, es todo lo que ella atravesó, no solamente de dónde viene. Desde este punto de vista la historia de las palabras es más interesante que su procedencia. Pero lo que había de fascinación en la procedencia, es que era natural. A partir del momento en que la procedencia está en el interior del lenguaje, ya no es una novela de la naturaleza, sino una novela histórica, porque se convierte en lo que Saussure llamaba “morrena de glaciar”, huellas que se detienen muy rápido, y más acá de las cuales no se sabe nada.

Con relación a esta reducción gradual de la etimología y la onomatopeya, que hizo que ésta no fuera más que un brocal, el gallinero del lenguaje, lo que me parece interesante mostrar, al reeditar el Diccionario de las onomatopeyas de Nodier,  es que esta onomatopeya restringida, ocultada, es en realidad el problema mayor del lenguaje. Lo simétrico de esta primacía de la naturaleza es lo que está en cuestión. El problema de la historicidad, con relación a esta continuidad que muestra Nodier, y que había a través de todo el siglo XVIII entre la onomatopeya y la armonía imitativa, que es discurso. La onomatopeya era tic-tac, la armonía imitativa, según el ejemplo que Littré saca de Racine, “L´essieu crie et se rompt” (El eje cruje y se rompe). Con “l´essieu crie et se rompt”, se produce una extensión de la onomatopeya a toda la frase, a todo un grupo de palabras. Por consiguiente al  discurso.

Lo interesante es mostrar que fue el discurso el que siempre motivó la onomatopeya. Desde este punto de vista, hay un cierto número de falsas fronteras que se pueden hacer evidentes. Por ejemplo entre el placer de la ensoñación, de la novela, y luego de la ciencia que, por su parte, estaría desprovista de sueños. Así es como Genette ve las cosas en Mimologiques: el lado de Cratilo, el que sueña con las palabras, y el convencionalista que está puramente en el orden de las palabras instituidas por la sociedad. Allí, ya no hay lugar para el sueño. Se derrumba una frontera, así como se derrumba la frontera entre la ciencia y la novela. Mostré que este retorno del sueño o del fantasma se sitúa plenamente en los escritos científicos, tanto de los lingüistas como de los psicoanalistas: ya sea Pierre Guiraud, o Ivan Fonagy,  son naturistas en el sentido más fuerte del siglo XVIII. Es decir que continúan manifestando el sueño de una continuidad entre las palabras y las cosas mientras que la historicidad pasa por, o empieza en, la discontinuidad radical entre las palabras y las cosas.

El problema de la onomatopeya es maravilloso. Porque hace reír. Y se trata de saber por qué hace reír.  Hay muchas clases de risa. Por eso cité La antología del humor negro, de Breton, que hace una diferencia muy justa entre el humor de emisión y el humor de recepción. No se sabe si Nodier se reía o no se reía mientras escribía algunas de sus definiciones[1]. Hay cartas que tienden a mostrar que es un humorista cabal,  y otras cosas en las cuales se sabe que él creía. Por consiguiente, es ambiguo. Y no podemos así como así reírnos de Nodier como quien se ríe de una pavada de hace 150 años. Hay un efecto a cambio de nuestra propia risa, que revelaría justamente nuestra incomprensión completa del problema. Por supuesto hay otros locos del lenguaje, y este tipo de ensoñación puede producirse sin duda porque el lenguaje es el lugar mismo de la motivación, de una motivación que no tiene ningún límite… Hay grandes ancestros que lo han reconocido. El primero, o uno de los primeros, es por cierto Humboldt, que consideraba al lenguaje no como un instrumento de comunicación, sino como una materia de sueño, porque nacimos en una lengua, nuestra infancia se desarrolló en esa lengua, y soñamos en el interior de ella. Es una materia asociativa. Pero en tanto que materia asociativa invierte la relación naturaleza/historia. La relación del siglo XVIII consistía en poner al lenguaje en la naturaleza: el lenguaje vendría de la naturaleza. Creo que la noción de discurso se enriquece si se la construye para integrar completamente la onomatopeya. Lo que por otra parte ilustra perfectamente la historieta. Y para mostrar que es el lenguaje el que crea la naturaleza, y no la naturaleza la que crea el lenguaje. De ahí el efecto de la crítica. Es una crítica del reír. Es una crítica de aquellos que son tanto los adversarios como los partidarios de la onomatopeya. Al releer el Cratilo,  me divertí mucho viendo que la mayor parte de aquellos que lo citaban, o que lo mencionaban, mostraban que no lo habían releído. Porque es una estrategia, decir que en el Cratilo, que es el texto fundador de este problema, y tal vez incluso de la teoría del lenguaje, habría – es la posición de Genette –  dos personajes que se oponen uno al otro: Cratilo que defiende las etimologías con onomatopeyas, y luego el adversario, el racionalista, el convencionalista, Hermógenes. Sólo que esta estrategia consiste en olvidar que hay tres personajes, y en particular Sócrates, que habla por Cratilo, lo que no significa en absoluto que sea su portavoz, o que se identifique a Cratilo. Está toda su ironía. Pero también los términos mismos en los cuales se plantea el problema. Es una oposición entre el término de la naturaleza physis y el término que incluye la historia en el uso, nomos. Ahora bien Jakobson, Pierre Guiraud, Fonagy, lingüista y psicoanalista, todos, y Genette también, plantean la oposición en los términos escolares fusis/thesis.

Ni una sola vez está la palabra thesis en el Cratilo, y es muy importante, porque thesis es la convención puramente establecida por institución, mientras que nomos es el uso, la costumbre, se sumerge en el pasado. Y ya no se puede hacer lo que hace la estrategia anti-arbitraria tradicional del siglo XVIII, por ejemplo: oponer la historia a lo arbitrario. Esta vez lo arbitrario incluye a la historia. Eso es lo radicalmente importante, y que hace necesario que se separe el convencionalismo de lo arbitrario. Hasta aquí no creo que se haya hecho.

En todas las estrategias, o bien contra la onomatopeya, o bien a favor, se encuentra esta oposición clásica: por un lado, la naturaleza, por el otro, la convención. Lo que hace que se identifique la convención a lo arbitrario. Es una representación, al menos trato de demostrarlo. No es la naturaleza de las cosas. Esta construcción tiene por efecto, o bien colocarnos del lado de lo arbitrario, pero perdiendo toda la onomatopeya, es decir toda la motivación, o bien colocarnos del lado de la novela. De los dos lados, permanecemos en lo binario, en el dualismo racional-irracional, que no es más que uno de los efectos del signo: la locura del significante, la locura del significado.

Creo que no hay superar esa oposición de manera hegeliana, hay que mostrar que la estrategia que los opone forma parte de un acoplamiento que proviene de la confusión entre lo arbitrario y la oposición. Y, de alguna manera, entre nomos y thesis. A partir del momento en que lo arbitrario, y es por eso que hay que volver a empezar desde Saussure, pero desde un Sassure desestructuralizado (justamente es ese el combate de una crítica), empezar a partir del momento en que lo arbitrario es lo radicalmente histórico, diría prácticamente que él recupera toda la novela. Únicamente en términos históricos. En particular, no corta el lenguaje del sujeto. Ni de la historia. Ubica igualmente lo arbitrario en la necesidad del sujeto hablante, pero historicisando lo arbitrario. Hay que pasar por Benveniste. Mientras que la concepción tradicional de la convención está muy vacía,  vacía del sujeto, vacía de la historia, y tiene por efecto relegar lo arbitrario al azar, es decir de nuevo a las ciencias naturales. Es justamente a contra-Saussure, a contra-historicidad que, en el estructuralismo, y pasando por la gramática generativa, apareció la tensión para volver a poner el lenguaje en las ciencias de la naturaleza, del lado de la biología. Las relaciones entre los biólogos y Jakobson, o entre Chomsky y los psicólogos que hacen experiencias con los monos, por ejemplo, son muy reveladoras de una deshistoricisación del lenguaje, tomado una vez más como ciencia de la naturaleza, en la epistemología de las ciencias de la naturaleza. El combate crítico del sujeto y la historicidad es un combate por una especificidad de la naturaleza contra el chapeado, contra el poder de la epistemología de las ciencias de la naturaleza.

La paradoja de la onomatopeya, que tiene toda la apariencia de ser pura risa en el lenguaje, es justamente plantear todos estos problemas, y ser el lugar mismo donde estos problemas se ocultan, o se ponen al descubierto.


(publicada en francés en Mi-Du, Cahiers méridionaux de psychanalyse, nº6-7, año 2, nº 1 marzo de 1985, Montpellier. LS)


[1] A título de ejemplo citamos la definición de “Bedon (panza) – onomatopeya del ruido del tambor (tambour). Es la opinión de Le Duchar en su nota sobre este pasaje de Rabelais: “Chausses à la souive pour tenir chaulde la bedondaine” (Calzas a la suiza para mantener caliente la panza). (Libro 1, Capítulo XX). “Según Fauchet y Ménage, dice, se llamó dondon (gordinflona) a una mujer gorda y petiza, de dondaine (catapulta medieval), antigua máquina que arrojaba gruesas bolas redondas; y con la misma palabra, se llamó bedaine (panza) a un gran vientre del grosor de las antiguas dobles dondaines, pero aunque no les guste ni a uno ni a  otro, bedon es la raíz de las palabras bedaine(vientre rollizo) y dondaine (catapulta medieval), e incluso de bedondaine (panza).  Se dice bedon por onomatopeya con tambour (tambor), de bedon, bedaine y por reduplicación  bedondaine, de ahí se ha sacado dondaine. Para ventre(vientre) Rabelais le da a los Suizos bedondaines, porque esta nación, que comúnmente tiene un gran vientre, lleva sus calzones de una manera que lo hace parecer aún más grande.”


Traducción: Hugo Savino

Texto extraído de aquí.



sábado, 12 de septiembre de 2015

«por una calle de niebla» -cuatro poemas de Marta Agudo Ramírez

 
 
 

5. … bajo el hielo que se derrite. Misil de angustia en el que ahogarse tras ventanas que no cesan de adjetivar. Hoy estás herida, ayer rutilante, y mañana, quién sabe si mañana vendré con pájaros moribundos. Siembra silencios y recogerás soledades, dice el humorista. Habré de callarme para recomenzar, frotarme las manos para que desaparezcan las huellas dactilares y, en la explanada abierta de la palma, poder sembrar las vocales de un lenguaje propio.
1. Y miro mis dedos porque sólo desde la bruma se avista la montaña. Fracasa la luz en los balcones. Pronuncio mi nombre: fonética, sintaxis, geografía, pero todo se altera. Arruga incipiente que no te dejas nombrar…
 
 




4. … soy una mujer y avanzo por una calle de niebla, y si resisto es sólo por constancia, por la certidumbre de lo dislocado…

6. Porque todo resbala y va nutriendo el carro de las ausencias: azar justificado no sé por cuántas religiones —parcelación del cielo—, y la mueca final que habrá de purgarse en la memoria de todos los presentes. Cuidar ese gesto para no dañar más de lo necesario. No excederse en el recuerdo; la última cortesía.
 



Marta Agudo nació en Madrid, en 1971. Es licenciada y doctora en Filología Hispánica. Ha publicado el libro de poemas Fragmento (2004). Coeditora junto a Carlos Jiménez Arribas de Campo abierto. Antología del poema en prosa en España (1990-2005) (DVD, 2005), ha coordinado con Jordi Doce el volumen Pájaros raíces. En torno a José Ángel Valente (2010). Es miembro del consejo de redacción de la revista Nayagua. Entre 2004 y 2008 dirigió la colección de poesía y pintura "El Lotófago" de la Galería Luis Burgos.

Su tesis doctoral, La poética romántica de los géneros literarios: el poema en prosa y el fragmento en el siglo XIX en España se publicará próximamente.  Su último libro de poemas lleva por título 28010 (2011).



Fotografías: Elena Shumilova
 

sábado, 25 de julio de 2015

«Modelos para (des)armar: mínima principia» -una poética del fragmento




 
La carencia de fórmulas estéticas no es impedimento para reflexionar sobre las búsquedas íntimas que sostienen ese oficio sin oficio que es la práctica de la escritura. A modo de aforismos, el presente texto intenta capturar ese movimiento interminable marcado por la disconformidad de lo hallado.
 
“(…) hay que atenerse a lo difícil”. 
J. M. Rilke
 
 
 
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Sin fórmulas: principios mínimos para una escritura que apuntale otro andar, a distancia de la «literatura» como distinción.
 
 
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Más que gestos declamatorios, subvertir los caminos.

 
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Escribir para sostener nuestra soledad ante los otros.
 
 
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La escritura como trabajo subterráneo socava la mitología etérea del talento.

 
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La verdad de un escritor no es diferente a su obra en obras. Cualquier lectura crítica de ella consiste, ante todo, en despojarse de la autoridad mística de su autor.

 
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La disconformidad jalona la práctica de escritura; testimonia una batalla íntima de la que nunca se sale indemne.
 
 
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Rebasar las pertenencias.
Desafiliarse: hacer de la hospitalidad al que viene el devenir de la escritura.
 
 
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No hay extrañamiento si no se horada la ilusión del entendimiento.
 
 
La escritura vive en la extrañeza, aun si eso le supone ser confinada al margen.
 
 
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Cobijar lo singular de los otros: esa difícil, improbable apertura que evita cristalizar lo que fluye, irreductible a los juegos de la filatelia.
 
 
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Erosionar la confusión entre valor y consumo.
 
 
A la seducción como discurso, retornar a la aridez del subsuelo.
 
 
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Abrir la casa del sujeto es romper los espejos que lo encierran.

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Cuestionar el «estilo» como meta: hacerse irreconocible.
 
 
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Recuperar las herencias como un desheredado: desconfiando de toda abundancia.
 
 
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La crítica como aprendizaje es lo contrario a la polémica. Cuando ya no hay puentes, aprender a callar.
 
 
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Subvertir la lengua para subvertirnos.
 
 
Romperse.
 
 
Dejar que en las ranuras asome la posibilidad de otra vida.
 
 
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Erosionar la frontera entre «escritura» y «vida». Aunque no haya más que distancia.
 
 
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Eludir cualquier ficción de neutralidad: no hay palabra inocente.

 
Si escribir es tomar partido, la revocabilidad sobrevuela todo lo dicho. 
 
 
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Hacer de la escritura una forma de interrogación radical, sin clausura para las grietas que abre.
 
 
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No hacer de la necesidad de supervivencia una virtud literaria.

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Sumergirse en el latido de la escritura –constituirla en una lectura inédita de nosotros mismos.
 
 
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Obreros de lo imaginario: más allá de la expresividad espontánea y otras mitologías.
 
 
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En la indefensión de la pregunta, ninguna autoridad subsiste.

 
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La literatura, si no persigue la demolición de cualquier tópico, se convierte ella misma en uno.
 
 
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Nunca llegamos demasiado lejos.

 
La apertura crítica ante el mundo del que somos parte no garantiza nada y, sin embargo, abre la promesa de otro camino.
 
 
 
Arturo Borra

viernes, 10 de julio de 2015

«Por qué se escribe» -un ensayo de María Zambrano


 

 

Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que precisamente por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas. Pero es una soledad que necesita ser defendida, que es lo mismo que necesitar de una justificación. El escritor defiende su soledad, mostrando lo que en ella y únicamente en ella se encuentra.
 

Habiendo un hablar, ¿por qué el escribir? Pero lo inmediato, lo que brota de nuestra espontaneidad, es algo de lo que íntegramente no nos hacemos responsables, porque no brota de la totalidad íntegra de nuestra persona; es una reacción siempre urgente, apremiante. Hablamos porque algo nos apremia y el apremio llega de fuera, de una trampa en que las circunstancias pretenden cazarnos, y la palabra nos libra de ella. Por la palabra nos hacemos libres, libres del momento, de la circunstancia apremiante e instantánea. Pero la palabra no nos recoge, ni por tanto, nos crea y, por el contrario, el mucho uso de ella produce siempre una disgregación; vencemos por la palabra al momento y luego somos vencidos por él, por la sucesión de ellos que van llevándose nuestro ataque sin dejarnos responder. Es una continua victoria que al fin se transmuta en derrota.
 

Y de esta derrota, derrota íntima, humana, no de un hombre particular, sino del ser humano, nace la exigencia del escribir. Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente.
 

Y la victoria sólo puede darse allí donde ha sido sufrida la derrota, o sea, en las mismas palabras. Estas mismas palabras tendrán ahora en el escribir distinta función; no estarán al servicio del momento opresor, sino que, partiendo del centro de nuestro ser en recogimiento, irán a defendernos ante la totalidad de los momentos, ante la totalidad de las circunstancias, ante la vida íntegra.
 

Hay en el escribir siempre un retener las palabras, como en el hablar hay un soltarlas, un desprenderse de ellas, que puede ser un ir desprendiéndose ellas de nosotros. Al escribir se retienen las palabras, se hacen propias, sujetas a ritmo, selladas por el dominio humano de quien así las maneja. Y esto, independientemente de que el escritor se preocupe de las palabras y con plena conciencia las elija y coloque en un orden racional, esto es, sabido. Lejos de ello, basta con ser escritor, con escribir por esta íntima necesidad de librarse de las palabras, de vencer en su totalidad la derrota sufrida, para que esta retención de las palabras se verifique. Esta voluntad de retención se encuentra ya al principio, en la raíz del acto mismo de escribir y permanentemente le acompaña. Las palabras van así cayendo, precisas, en un proceso de reconciliación del hombre que las suelta reteniéndolas, de quien las dice en comedida generosidad.
 

Toda la victoria humana ha de ser reconciliación, reencuentro de una perdida amistad, reafirmación después de un desastre en que el hombre ha sido la víctima; victoria en que no podría existir humillación del contrario, porque ya no sería victoria, esto es, gloria para el hombre.
 

Y así el escritor busca la gloria, la gloria de una reconciliación con las palabras, anteriores tiranas de su potencia de comunicación. Victoria de un poder de comunicar. Porque no sólo ejercita el escritor un derecho requerido por su atenazante necesidad, sino un poder, potencia de comunicación, que acrecienta su humanidad, que lleva la humanidad del hombre a límites recién descubiertos, a límites de la hombría, del ser hombre, que va ganando terreno al mundo de lo inhumano, que sin cesar le presenta combate. A este combate del hombre con lo inhumano, acude el escritor, venciendo en un glorioso encuentro de reconciliación con las tantas veces traidoras palabras. Salvar a las palabras de su vanidad, de su vacuidad, endureciéndolas, forjándolas perdurablemente, es tras de lo que corre, aun sin saberlo, quien de veras escribe.
 

Por que si hay un escribir hablando, el que escribe “como si hablara”; y ya este “como si” es para hacer desconfiar, pues la razón de ser algo ha de ser razón de ser esto y sólo esto. Y el hacer una cosa “como si” fuese otra, le resta y socava todo su sentido, y pone en entredicho su necesidad.
 

Escribir viene a ser lo contrario de hablar; se habla por necesidad momentánea inmediata y al hablar nos hacemos prisioneros de lo que hemos pronunciado, mientras que en el escribir se halla liberación y perdurabilidad -sólo se encuentra liberación cuando arribamos a algo permanente. Salvar a las palabras de su momentaneidad, de su ser transitorio, y conducirlas en nuestra reconciliación hacia lo perdurable es el oficio del que escribe. Mas las palabras dicen algo. ¿Qué es lo que quiere decir el escritor y para qué quiere decirlo? ¿Para qué y para quién?
 

Quiere decir el secreto; lo que no puede decirse con la voz por ser demasiado verdad; y las grandes verdades no suelen decirse hablando. La verdad de lo que pasa en el secreto seno del tiempo, en el silencio de las vidas, y que no puede decirse. “Hay cosas que no pueden decirse”, y es cierto. Pero esto que no puede decirse, es lo que se tienen que escribir. Descubrir el secreto y comunicarlo, son los dos acicates que mueven al escritor.
 

El secreto se revela al escritor mientras lo escribe y no si lo habla. El hablar sólo dice secretos en el éxtasis, fuera del tiempo, en la poesía. La poesía es secreto hablado, que necesita escribirse para fijarse, pero no para producirse. El poeta dice con su voz la poesía, el poeta tiene siempre voz, canta dice o llora su secreto. El poeta habla, reteniendo en el decir, midiendo y creando en el decir con su voz las palabras. Se rescata de ellas sin hacerlas enmudecer, sin reducirlas al solo mundo visible, sin borrarlas del sonido. La poesía descubre con la voz el secreto. Pero el escritor lo graba, lo fija ya sin voz. Y es porque su soledad es otra que la del poeta. En su soledad se le descubre al escritor el secreto, no del todo, sino en un devenir progresivo. Va descubriendo el secreto en el aire y necesita ir fijando su trazo para acabar al fin por abarcar la totalidad de su figura... Y esto, aunque posea un esquema previo a la última realización. El esquema mismo ya dice que ha sido preciso irlo fijando en una figura; irlo recogiendo trazo a trazo.
 

Afán de desvelar y afán irreprimible de comunicar lo desvelado; doble tábano que persiguen al hombre, haciendo de él un escritor. ¿Qué doble sed es esta? ¿Qué ser incompleto es este que se produce en sí esta sed que sólo escribiendo se sacia? ¿Sólo escribiendo? No; sólo por el escribir; pues lo que persigue el escritor, ¿es lo escrito, o algo que por lo escrito se consigue?


El escritor sale de su soledad a comunicar el secreto. Luego ya no es el secreto mismo conocido por él lo que le colma, puesto que necesita comunicarle. ¿Será esta comunicación? Si es ella, el acto de escribir es sólo medio, y lo escrito, el instrumento forjado. Pero caracteriza el instrumento el que se forja en vista de algo, y ese algo es lo que presta su nobleza y esplendor. Es noble la espada por estar hecha para el combate, y su nobleza crece si la mano de obra la forjó con primor, sin que esta belleza de forma socave el primer sentido: el estar formada para la lucha.
 

Lo escrito es igualmente un instrumento para este ansia incontenible de comunicar, de “publicar” el secreto encontrado, y lo que tiene de belleza formal no puede restarle su primer sentido; el de producir un efecto, el hacer que alguien se entere de algo.
 

Un libro, mientras no se lee, es solamente un ser en potencia, tan en potencia como una bomba que no ha estallado. Y todo libro ha de tener algo de bomba, de acontecimiento que al suceder amenaza y pone en evidencia, aunque sólo sea con su temblor, a la falsedad.
 

Como quien pone una bomba, el escritor arroja fuera de sí, de su mundo y, por tanto, de su ambiente controlable, el secreto hallado. No sabe el efecto que va a causar, qué va a seguir de su revelación, ni puede con su voluntad dominarlo. Por eso es un acto de fe, como el poner una bomba o el prender fuego a una ciudad; es un acto de fe como lanzarse a algo cuya trayectoria no es por nosotros dominable.
 

Puro acto de fe el escribir, y más, porque el secreto revelado no deja de serlo para quien lo comunica escribiéndolo. El secreto se muestra al escritor, pero no se le hace explicable; es decir, no deja de ser secreto para él primero que para nadie, y tal vez para él únicamente, pues el sino de todo aquel que primeramente tropieza con una verdad es encontrarla para mostrarla a los demás y que sean ellos, su público, quienes desentrañen su sentido. Acto de fe el escribir, y como toda fe, de fidelidad. El escritor pide la fidelidad antes que cosa alguna. Ser fiel a aquello que pide ser sacado del silencio. Una mala trascripción, una interferencia de las pasiones del hombre que es escritor destruirían la fidelidad debida. Y así hay el escritor opaco, que pone sus pasiones entre la verdad transcrita y aquellos a quienes va a comunicársela.
 

Y es que el escritor no ha de ponerse a sí, aunque sea de sí de donde saque lo que escribe. Sacar de sí mismo es todo lo contrario que ponerse a sí mismo. Y si el sacar de sí con seguro pulso la fiel imagen da transparencia a la verdad de lo escrito, el poner con vacua inconsciencia las propias pasiones delante de la verdad, la empaña y oscurece.
 

Fidelidad que, para lograrse, exige una total purificación de las pasiones, que han de acallarse para hacer sitio a la verdad. La verdad necesita de un gran vacío, de un silencio donde pueda aposentarse, sin que ninguna otra presencia se entremezcle con la suya, desfigurándola. El que escribe, mientras lo hace necesita acallar sus pasiones y, sobre todo, su vanidad. La vanidad es una hinchazón de algo que no ha logrado ser y se hincha para recubrir su interior vacío. El escritor vanidoso dirá todo lo que debe callarse por su falta de entidad, todo lo que por no ser verdaderamente no debe ser puesto de manifiesto, y por decirlo, callará lo que debe ser manifestado, lo callará o lo desfigurará por su intromisión vanidosa.
 

La fidelidad crea en quien la guarda la solidez, la integridad de ser uno mismo. La fidelidad excluye la vanidad, que es apoyarse en lo que no es, y lleva a apoyarse en lo que no es, en lo que es de verdad. Y esta verdad es lo que ordena las pasiones. Sin arrancarlas de raíz, las hace servir, las pone en su sitio, en el único desde el cual sostienen el edificio de la persona moral que con ellas se forma, por obra de la fidelidad a lo que es verdadero.
 

Así, el ser del hombre escritor se forma en esta fidelidad con que transcribe el secreto que publica, siendo fiel espejo de su figura, sin permitir la vanidad que proyecte su sombra, desfigurándola.
 

Porque si el escritor revela el secreto no es por obra de su voluntad, ni de su apetito de aparecer él tal cual es (es decir, tal cual no logra ser) ante el público. Es que existen secretos que exigen ellos mismos ser revelados, publicados.
 

Lo que se publica es para algo, para que alguien, uno o muchos, al saberlo, vivan sabiéndolo, para que vivan de otro modo después de haberlo sabido; para librar a alguien de la cárcel de la mentira, o de las nieblas del tedio, que es la mentira vital. Pero a este resultado no puede tal vez llegarse cuando es querido por sí mismo, filantrópicamente. Libera aquello que, independientemente de que lo pretenda o no, tenga por ser para ello, y por el contrario, sin este poder de nada sirve pretenderlo. Hay un amor impotente que se llama filantropía. “Sin la caridad, la fe que transporta las montañas no sirve de nada”, dice San Pablo, pero también: “La caridad es el amor de Dios”.
 

Sin fe, la caridad desciende a impotente afán de liberar a nuestros semejantes de una cárcel, cuya salida ni tan siquiera presentimos, en cuya salida tan ni siquiera creemos.

Sólo da la libertad quien es libre. “La verdad os hará libres”. La verdad, obtenida mediante la fidelidad purificadora del hombre que escribe.
 

Hay secretos que requieren ser publicados y ellos son los que visitan al escritor aprovechando su soledad, su efectivo aislamiento, que le hace tener sed. Un ser sediento y solitario necesita el secreto para posarse sobre él, pidiéndole, al darle su presencia progresivamente, que la vaya fijando, por palabra, en trazos permanentes. Solitario de sí y de los hombres y también de las cosas, pues sólo en soledad se siente la sed de verdad que colma la vida humana. Sed también de rescate, de victoria sobre las palabras que se nos han escapado traicionándonos. Sed de vencer por la palabra los instantes vacíos, idos, el fracaso incesante de dejarnos ir por el tiempo. En esta soledad sedienta, la verdad aun oculta aparece, y es ella, ella misma la que requiere ser puesta de manifiesto. Quien ha ido progresivamente viéndola, no la conoce si no la escribe, y la escribe para que los demás la conozcan. Es que en rigor si se muestra a él, no es a él, en cuanto a individuo determinado, sino en cuanto individuo del mismo género de los que deben conocerla, y se muestra a él, aprovechando su soledad y ansia, su acallamiento de la algarabía de las pasiones. Pero no es a él a quien se le muestra propiamente, pues si el escritor conoce según escribe y escribe ya para comunicar a los demás el secreto hallado, a quien en verdad se muestra es a esta conjunción de una persona que dice a otras, a esta comunicación, comunidad espiritual del escritor con su público.

 
Y esta comunicación de lo oculto, que a todos se hace mediante el escritor, es la gloria, la gloria que es la manifestación de la verdad oculta hasta el presente, que dilatará los instantes transfigurando las vidas. Es la gloria que el escritor espera aún sin decírselo y que logra, cuando escuchando en su soledad sedienta con fe, sabe transcribir fielmente el secreto desvelado. Gloria de la que es sujeto recipiendario después del activo martirio de perseguir, capturar y retener las palabras para ajustarlas a la verdad. Por esta búsqueda heroica recae la gloria sobre la cabeza del escritor, se refleja sobre ella. Pero la gloria es en rigor de todos; se manifiesta en la comunidad espiritual del escritor con su público y la traspasa. Comunidad de escritor y público que, en contra de lo que primeramente se cree, no se forma después de que el público ha leído la obra publicada, sino antes, en el acto mismo de escribir el escritor su obra. Es entonces, al hacerse patente el secreto, cuando se crea esta comunidad del escritor con su público. El público existe antes de que la obra haya sido o no leída, existe desde el comienzo de la obra, coexiste con ella y con el escritor en cuanto a tal. Y sólo llegarán a tener público, en la realidad, aquellas obras que ya lo tuvieren desde un principio. Y así el escritor no necesita hacerse cuestión de la existencia de ese público, puesto que existe con él desde que comenzó a escribir. Y eso es su gloria, que siempre llega respondiendo a quien no la ha buscado ni deseado, aunque sí la presiente y espere para transmutar con ella la multiplicidad del tiempo, ido, perdido, por un solo instante, único, compacto y eterno.

 

 

Zambrano, María (1934): “Revista de Occidente”, tomo XLIV, p. 318, Madrid.