y al final de mí soy un río donde crecen las calles y los
juntos y mi cuerpo una ciudad con semáforos y dedos, con axilas y puntos
cardinales.
y más lejos, yo por las bajantes, por los rectos y las
copas, dando vueltas por las casas donde vivo.
Por las copas que se rompen y derraman los ungüentos. Yo por
los tejados, por la lluvia que resbala y las goteras.
y después de mí, donde termino, soy caudal que remonta la
memoria y mis ojos un hilo que desciende y descansa la vista por debajo. Por
debajo del tiempo y de los cauces, en el metro y las cloacas. En invierno.
y mi cuerpo es el recinto donde yago y más tarde, yo por mis
caderas, por mi ombligo y por mi boca. Yo por los cuchillos y las tazas donde
bebo y donde afluyo.
y luego soy el río donde acabo, el vástago que me sueña y me
diluye, que me crece y perpetúa.
Salvaje como las moscas y las vacas. Como la sed que orino
en las aceras
Desde aquí puedo ver el vuelo de las aves y más abajo, la
silueta de la ciudad en la que vivo. La distancia me oculta sus rasgos pero aun
soy capaz de distinguir el movimiento de los pequeños objetos en las calles.
Los conozco a casi todos. A diario coincido con ellos en la
escalera, la parada del autobús, o en mi propia casa, aunque no creo que
ninguno me recuerde. Tal vez unos pocos, pero a esos prefiero olvidarlos.
Me gusta observar, incluso lo que no dicen. Cuando observo,
sus cuerpos crecen lentamente. Adheridas al fondo de las copas crecen las uñas
y los senos, y las silabas amontonadas en la forma de sus labios. Los observo a
todos y también el vuelo de las aves.
Desde aquí, lentamente.
Román Porras
Diálogos
“Salvaje como las moscas y las vacas. Como la sed que orino en las
aceras”.
Román Porras
Salvaje como brizna, como la hoja
que arrastra sin dónde, en ese otro silencio donde escuchar vuelve a ser
posible, incluso si afuera no cesara de nevar o si las tormentas de verano
irritaran los ojos hasta el llanto.
Salvaje –así las nervaduras de
los árboles, los insectos que trepan sobre ellos, no para seguir la furia
blanca, no para imponer al mundo su anatomía: salvaje como lo que anda o vuela suelto
todavía, sin red, en el curso nómade donde cada cual aprende a ser en lo
desapercibido –en la memoria del cauce, como una presencia invisible que desde
ese privilegio observa. Desaparecer entonces en la secreta fidelidad a lo
efímero: ligero, susurrando lo inaudible para ver crecer un lenguaje al abrigo
de otro vientre.
Salvaje como la sed, como quien
lame el desierto: sin origen (o antes), en el linaje de lo común que orina en
las aceras y aloja el sueño de las moscas. En el recuerdo oscuro de una noche
primera, cuando alguien nace entre calendarios rotos, abrazado a las
habitaciones del nombre, incluso si duele cada vez que otro sale. Así: silencio
indómito que nombra lo que las palabras callan.
Salvaje como la lluvia que
acaricia las flores de un jacarandá, en la herida que dice la dicha, esta
hemorragia incesante que arrastra el río de lo animal, su abecedario olvidado, ay
dolor de todo lo humano –buscando por debajo del tiempo un destello que nos
ampare en la intemperie.
Arturo Borra
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