Pintura de Gabriel Viñals
Ante estos muros
bañados de sol
la altura que
creí invencible
-el bastión de
mi sangre.
(Todavía brillas como una granada nazarí).
(Todavía brillas como una granada nazarí).
En esta ciudad
sitiada
despediré el
cielo
que ningún lucernario pudo
contener.
(Será llanto de hombre en su derrota:
secretos incomprensibles
escaparán de las cúpulas
y seguirán resplandeciendo en mi destierro).
(Será llanto de hombre en su derrota:
secretos incomprensibles
escaparán de las cúpulas
y seguirán resplandeciendo en mi destierro).
Último rey de la tristeza:
un viento desmesurado se llevará
la alhaja
que no supe retener.
[Boabdil, Granada, 1492]
Pintura de Gabriel Viñals
“¿Quién construyó la Tebas
de las siete puertas?”
Bertolt Brecht
No
hay
nom-
bres
alzados
hasta
la cúspide,
calendarios
cubriendo
el
desierto, suma del escarnio,
aritmética
del desastre, altura prometida,
sin
este atroz olvido de las manos, la derrota
colosal
de los hombros para tanto esplendor saqueado.
No
hay monumento más que en lo efímero: no más que
cúmulo
de sollozos, efigie sin misterio, amarra de las reverencias,
plegaria
sin rostro, una añoranza como un músculo desgarrándose
en
este polvo que nos iguala y crece en el intervalo entre dos extinciones.
--------------------------------------------------------------------------------------------
No
hay más que montaña que corta el cielo, lo invisible soportando el vértice,
siete
millones de gravidez, soberanía en la que reposan las profanaciones.
No
hay más que declive disimulado en los ajuares, un corredor ciego,
puerta
falsa para una residencia sin descanso ni dicha.
No
hay Nilo que arrastre a la orilla la memoria
ni
caliza que preserve del delirio del mármol:
no
más que arrebato del tiempo, usurpación,
geometría
desmentida por los esclavos,
maldición
que espanta a los vivos,
duración
que se desmorona
sepulcro
de oro para
la
misma disipa-
ción
de
huesos.
[Egipto,
s/f]
Pintura de Gabriel Viñals
Y quizás no haya más que un poema
rescatado del río turbio
que somos.
No más que poema entrecortado
rapto tendido frente al asombro confusión
de la retina
ante la mano que labra
su ilusoria eternidad.
Y quizás no haya poema:
sólo un grito
sin garganta
una protesta contra la
disolución.
poema de las declinaciones gravidez
que no aplasta
las revueltas del sueño.
También la ausencia
tiene una historia: odisea sin
héroes
sepultura de los días sin
inventariar
oscuridad que desde el fondo nos
mancha.
Nadie puede alcanzar la
constelación
en la que gravitan los cuerpos
la espesura del vacío
la tensión de los tendones
que postergan el sueño terminal:
ESPLENDOR SAQUEADO, de Arturo Borra
Atelier Siba, 25 de noviembre de 2015
Por Pilar Verdú
Un libro de poesía lo es, entre otras cosas, porque convoca en nuestros oídos y en nuestra memoria otras voces que ya nos constituyen para sumarse a ellas, para ampliar la constelación personal que a cada uno nos ampara y nos guía cuando nos perdemos en el bosque. El libro que Arturo Borra ha tenido a bien dejarme entre las manos, ha ejercido esa llamada y ha puesto mi sangre en pie para recibir esos entrecruzamientos que hacen más tupida esa red salvadora. Esplendor saqueado resulta ya un título bastante explícito, reforzado por la cita que lo sigue: “No hay más que arqueología de la pérdida”. Porque se canta lo que se pierde, como bien sabía don Antonio, que por otra parte, lo sabía casi todo.
El primero de los poemas del libro está puesto en la voz de Boabdil, y no sé ustedes, pero para mí Granada es, de inmediato, Lorca, Luis Rosales y después Carlos Cano, quien, con su Casida del Rey chico, me ofreció una magnífica clave de lectura de Esplendor saqueado. Canta Carlos Cano con su habitual elegancia:
En el fondo de un aljibe me encontré
la tristeza que matara al rey Boabdil.
Y a la sombra de un almendro la dejé
Y a la sombra de un almendro la dejé
por los montes de Guajar-Faragüit,
por ver si cuando el tiempo de la miel
la luz del pensamiento diera flor
la luz del pensamiento diera flor
Lo mismo que Carlos Cano hace Arturo: coge la tristeza que matara a los reyes-metafórica o literalmente- de tierras perdidas, de amores perdidos, a la tristeza que matara a esas mismas tierras por verse saqueadas, y, con toda delicadeza, las deja a nuestros pies de almendro por ver si cuando el tiempo de la miel / la luz del pensamiento diera flor. Pensar sobre la historia para no repetirla, lograr que la luz florezca y no haya más derramamientos de sangre como los que nos siguen anegando todavía hoy.
Otro ensayo sobre budismo y cristianismo que tenía entre manos me susurró una preciosa historia que también casaba con esto. Un compasivo monje budista ha erigido en Taiwán el Templo de los Dios Rotos, en el acoge las figurillas de dioses populares chinos o las estatuas de bodhisattvas budistas (seres sensibles iluminados) que los fieles despechados han tirado. Arturo, de algún modo, con mirada compasiva, recoge también los restos de esos hombres poderosos que hoy miran hacia atrás sobre lo que tuvieron, que comprenden de repente lo que Quevedo supo formular tan bien: que las glorias de este Mundo/ llaman con luz para pagar con humo. Ni las más disparatadas fantasías megalómanas se pagan de otra manera.
Por estas páginas transitarán Burckhardt, el explorador europeo que encontró las ruinas de Petra en 1812, o Saha Jahan I, que mandó erigir el Taj Mahal para su esposa favorita y acabó contemplándolo desde la cárcel en la que le encerró su propio hijo. Vemos el Templo del Gran Jaguar de Tikal, considerado la puerta del inframundo, la tumba del rey Ah Cacao; la Gran Muralla china, falsa defensa, en cuya construcción fallecieron diez millones de obreros; las Catacumbas, ciudades subterráneas de los muertos. Contemplamos Estambul, anagrama de la vanidad hasta que el resplandor se desvaneció. Y también Camboya, Alejandría, Camboya, Isla de Pascua, Tenochtitlán, Machu Picchu, Atenas.
Esto es Historia con mayúsculas, pero Arturo se preocupa también- acaso más- de la intrahistoria. Como él es un obrero que lee, a Bertol Bretch entre otros muchos, se pregunta por quién construyó la Tebas de las siete puertas, quiénes habitaron esos lugares, sobre qué hombros viajaron las piedras de las pirámides: lo invisible soportando el vértice. A la postre, total, el polvo nos iguala, la misma disipación de huesos. Este poema es también visual puesto que los versos conforman una pirámide en cuya base aparece otra invertida. Porque la estética, en esta obra, es un valor muy presente. No olvidemos que este libro es, además de eso, que ya es, un objeto artístico per se, porque Gabriel Viñals se ha encargado de añadir su visión particular, lo cual establece un puente entre artes muy enriquecedor. Es el trigésimo primer título de la colección Poética y peatonal; poética es evidente por qué; Peatonal porque, sin duda, sus autores viven con los pies en la tierra, a ritmo de paseante, sin dejarse llevar por la voracidad de la prisa urbana. Y así, paseando, es en muchas ocasiones cuando Arturo se entrega a lo que él llama “atención flotante que permite escuchar el latido de la palabra.
Viñals considera que el arte puede ser útil, decorativo, efímero y sirve para vestirnos, además de por dentro, por fuera, y por eso pinta camisetas inspiradas en cada uno de los libros que pasan por sus manos. Nada mejor que presentar este libro aquí, en Atelier Siba, un espacio también donde arquitectura, poesía y dibujo se hermanan, y nos hermanan a todos los presente. Esa es la función del arte: que cada uno se conozca mejor para poder conocer al otro, y que las fronteras entre el otro y yo, entre el dentro y el afuera, las fronteras en general, se desdibujen. Como dijimos antes, Borra tiene los pies en la tierra, y sabe cuánto sufrimiento hay en ella, y escribe también sobre ese desgarro, no con la intención de prestar su palabra a quienes no tienen, porque eso supondría erigirse en portavoz-y sería un acto de soberbia - y porque un poeta como Arturo no presta su voz: la regala, la entrega porque es ahí, en ese lugar de lo irrenunciable, donde puede renacerse y sobre todo, cuestionar(se). La actitud de Borra ante el mundo, y ante la literatura, es la de la mirada crítica para desechar los clichés que alambican y menguan el pensamiento. Dirá Borra: La literatura, si no persigue la demolición de cualquier tópico, se convierte ella misma en uno. Este verso-prácticamente aforismo- pertenece a Modelos para (des)armar, (guiño a su compatriota Cortázar), en el que queda constancia de que la literatura es para él un trabajo exigente, instalado en la preguntas, subversivo, critico para aprender y abrir así caminos, porque solo conociendo la realidad puedes detectar en ella los huecos, las fisuras por las que entra el aire. Dirá, por ejemplo, Cobijar lo singular de los otros: esa difícil, improbable apertura que evita cristalizar lo que fluye, irreductible a los juegos de la filatelia. Nadie puede entenderse a sí mismo si se desvincula de su prójimo: no somos islas, somos un archipiélago en resistencia. Solo el encuentro posibilita una construcción de la hermandad. Ese es el camino único, como este ejemplar; poético, como este ejemplar; peatonal, porque somos nosotros, las personas de la calle, quienes hemos de tratar de cobijar lo singular de los otros. Es lo mejor, sin duda, que podemos darle a la poesía y lo mejor que la poesía puede darnos, lo mejor que podemos darnos unos a otros. Ese sería el verdadero esplendor, que no admitiría, jamás, saqueo.
¿Qué sociedad no ha soñado su propia eternidad? El testimonio de esa lucha contra la erosión del tiempo no arroja más que victorias pírricas: el trazado de una belleza derruida, documentos de cultura y barbarie, como diría Benjamin.
Esplendor saqueado parte de una investigación histórica de diferentes monumentos culturales. Pero en vez de una historia monumental, queda una arqueología de la pérdida -rastros de un derrumbe, nombres borrados. Por eso se trata de una reflexión sobre nosotros mismos y nuestras experiencias más básicas, desde la soledad hasta aquellos encuentros -más o menos efímeros- que dan sentido a nuestras vidas. Tras esa estela, persiste la memoria de lo arrebatado, el trabajo arqueológico del poema como exploración de la ausencia.
En vez de una simple constatación melancólica, sin embargo, lo que persiste es la voluntad entusiasta de dar cuenta de la fragilidad de toda tentativa humana. Sólo desde ese reconocimiento nace la promesa de una comunidad inédita.
Se trata entonces de una ética del sujeto: la que parte de la fragilidad universal para dar lugar a los otros y a lo otro. La hospitalidad nace de ese reconocimiento del otro como condición constitutiva de nosotros mismos. Precisamente porque somos finitos, porque el sujeto no es autosuficiente y porque la megalomanía nos conduce a la destrucción común, saber de un esplendor saqueado prepara las condiciones para un habitar diferente, ligado a la posibilidad de una vida que parte de las ruinas de lo Real.
Arturo Borra