H.V.T.
Aves marinas que regresan de la velocidad de Dios en mi cabeza: No me separo de las claras paralelas de madera que tatuaban la piel de mis brazos junto a las axilas; no me separo de la única morada -sin paredes ni techo- que he tenido en el ígneo brillante de extranjero del centro de los patios vacíos del verano, y soy hambre de arenas -y hambre de Rostro ensangrentado.
Pero como sitiado por una eternidad, ¿yo puedo hacer violencia para que aparezca Tu Cuerpo, que es mi arrepentimiento? ¿Puedo hacer violencia de pugilista africano de hierro y vientre almohadillado que es mi pieza sin luz a la una de la tarde mientras el mar -afuera- parece una armería? Dos mil años de esperanza, de arena y de muchacha muerte, ¿Pueden hacer violencia? Con humedad de tienda que vendía cigarrillos negros, revólveres baratos y cintas de colores para disfraces de Carnaval, ¿se puede todavía hacer violencia?
Sin Tu cuerpo en la tierra muere sin sangre el que no muere mártir; sin Tu Cuerpo en la tierra soy la tratienda de un negocio donde se deshacen cadenas, brújulas, timones -lentamente como hostias- bajo un ventilador de techo gris; sin Tu Cuerpo en la tierra no sé cómo pedir perdón a una muchacha en la punta de guadaña con rocío del ala izquierda del cementerio alemán (y la orilla del mar -espuma y agua helada en las mejillas- es a veces un hombre que se afeita sin ganas días tras día).
Mi cabeza para nacer cruza el fuego del mundo pero con una serpentina de agua helada en la memoria. Y le pido socorro.
(...)
Tengo la foto de dos novios que cayeron al mar. Están vestidos de invierno, los invito a desnudarse. En las siestas nos sentamos junto a la bomba de agua y nos miramos: de nuevo embolsan luz los pechos de ella; él amaba a los caballos y una vez intentó suicidarse.
«Poeta de brazadas frenéticas»-Tamara Kamenszain---
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Este no parece ser un país de poetas “grandes”. Ninguna voz fuerte y central, ningún Neruda, ningún Dario, ningún Octavio Paz. Sin embargo, no hay duda de que la Argentina tiene un semillero de grandes poetas que escriben para devenir menores. Girondo, Juanele Ortiz, Mastronardi, Amelia Biagioni, son sólo algunos de los que, sorteando cualquier ademán de monumentalidad, dieron a luz una obra en sordina cuyos susurros y tartamudeos no llegaron a escucharse en los pasillos del Nobel. Y dentro de ese archivo, Héctor Viel Temperley (1933-1987) es tal vez el más inhallable, el más esquivo. Inhallable porque sus libros circularon poco y en ediciones más que restringidas pero también por razones de estilo: como la de todos los que trabajan a contrapelo de la centralidad literaria, su poesía sólo se deja leer corrida de lugar.
Así hay que entender “Crawl”, ese libro cuyo emblemático estribillo –“Vengo de comulgar y estoy en éxtasis”- vienen repitiendo como contraseña los lectores de culto de tres generaciones. La sorpresa con que en cada una de las vueltas de ese verso se redispara el sentido es lo que hace de Viel un inapresable. “Aunque comulgué como un ahogado”, dice por ejemplo una de las vueltas como advirtiendo acerca de las consecuencias más bien bajas de todo éxtasis. La poesía natatoria de “Crawl” se escurre en esas brazadas transitivas que incluso quedan grabadas en la disposición de los versos. (En una memorable entrevista de Sergio Bizzio en la desaparecida revista “Vuelta Sudamericana”, el poeta se refiere a ese dibujo que arman los versos y que, vistos desde arriba, podrían parecerse a un hombre nadando crawl). La religiosidad también opera corrida de lugar: nadie podría encasillar a Viel Temperley como un “poeta católico” a menos que se le permitiera comulgar “con los cosacos” o transformar los rituales en operatorias de fuga (“quién puso en mí esa misa a la que nunca llego”). “Religiosidad surrealista”, definió el poeta en la misma entrevista a esa particular estética que lo guía. Una estética que encontraría, en “Hospital Británico”, su punto más alto.
Los datos biográficos consignan que Viel Temperley murió de un tumor cerebral. Y su último libro de poemas, “Hospital Británico”, es algo así como un diario de la enfermedad con la cronología trastocada. Un moribundo que confiesa “Tengo la cabeza vendada. Permanezco en el pecho de la luz horas y horas. Soy feliz”, va repasando su obra anterior para encontrar lo que él llama “textos proféticos lejanos”. Son ni más ni menos que los indicios, en la escritura, de una enfermedad que se declararía muchos años después. Así es como alguien que sabe que va a morir se autoencarga una antología de su propia obra cosida con el hilo conductor de la muerte. El resultado es una experiencia extrema, fechada saltando hacia atrás y hacia delante, una experiencia que no tiene parangón en la poesía del siglo XX. Sólo quien sabe que se escribe a la medida de la mortalidad, puede buscar (y encontrar) los indicios, en la obra, de una vida dedicada a la literatura.
Así es como esta edición, donde “Crawl” y “Hospital Británico” fueron reeditados juntos, permite leer ambos libros de una manera nueva: buscando en cada uno lo que, como anticipo o como antología, se va diciendo del otro. Esa es la particular idea de “obra” que propone Viel. No hay duda de que sin entrar en contacto con esos libros a los que permanentemente nos reenvía “Legión Extranjera” (1978), “Carta de Marear” (1976) y “Humanae Vitae” (1969) -todavía no leímos “Hospital Británico”. Y ni que hablar de la sorpresa que seguramente nos depararían los desconocidísimos cinco libros anteriores entre los que figura “El Nadador” (1967) que ya desde el título mismo promete otra vuelta de tuerca para “Crawl”.
Una edición exhaustiva de Héctor Viel Temperley, entonces, se vuelve imprescindible. Pero no para momificarlo, no para hacer de él un poeta que parezca “grande”, sino para entender mejor cómo, encogiéndose en el agua, corriéndose siempre de lugar con brazadas frenéticas, un estilo único e inimitable se mantiene siempre a flote.