viernes, 22 de marzo de 2019

«Comunicación y literatura: la invención del lector» -Arturo Borra



 


“Para todos y para ninguno”.

Friedrich Nietzsche

                                                          

1-      La previsión del lector


¿A quién puede y quizás debe dirigirse un discurso poético en exilio[i]? Si su condición de posibilidad exige la reflexión crítica (a riesgo de recaer en “patrias” abolidas), es parte constitutiva de su tarea interrogarse acerca del vínculo que ese discurso construye con sus lectores implícitos (diferenciables de las relaciones que un texto mantiene con «públicos empíricos» -imprevistos y a menudo imprevisibles- o con un «lector ideal» más o menos completo y por lo mismo inexistente)[ii]. Desde esta perspectiva, la pregunta por el lector resulta ineludible desde el momento en que su evidencia queda suspendida. Una posición enunciativa que se desplaza de los discursos cotidianos no puede dar por presupuesta la identidad de sus destinatarios sin condenarse a la ilegibilidad. De ahí la necesidad de interrogar el tipo de lector implícito que presuponen diversos textos poéticos -especialmente aquellos con pretensiones críticas[iii]-, partiendo de la premisa que asume la centralidad de la lectura como coproductora del sentido asignado a dichos textos.

 

En este punto, la referencia a la totalidad de los lectores posibles no constituye más que una coartada intelectual o un efecto retórico que el propio texto niega. Semejante coartada oculta la institución específica del lector que diferentes discursos efectúan, incluyendo la institución de un receptor masificado confundido con un supuesto sujeto popular. Como universalidad fáctica, la posibilidad de escribir para todos queda desmentida por la constitución histórica de los públicos: el acceso mismo a la práctica de la lectura está distribuida de forma desigual a nivel social e histórico. La cuestión, sin embargo, no se dirime a partir de la dicotomía entre quienes pueden leer y los que no pueden hacerlo. Lo decisivo es que no todo sujeto puede acceder en términos simbólicos a las mismas lecturas ni tiene los mismos repertorios de saberes para afrontarlas con la misma fecundidad.

 

Procurar saber para quién escribimos, así, resulta ineludible si pretendemos situarnos más allá de un idealismo pernicioso que olvida las desigualdades materiales y simbólicas presentes en las prácticas de la lectura. Posicionarse como “guardianes de una espiritualidad abstracta”, por usar una expresión sartriana, no resuelve las distancias concretas. A esta problemática hay que precisarla señalando que un discurso poético en exilio, por definición, tiene que habérselas tanto con la posibilidad del no-lector como con la dificultad para sustentar el proceso de lectura.

 

Admitiendo, pues, que todavía se puede escribir, la relación entre poesía y comunidad interpretativa no deja de ser especialmente problemática en el campo poético, habida cuenta de las prerrogativas que habitualmente se le asignan al autor. Pensar esa relación resulta suficientemente complejo como para exigir una reflexión más exhaustiva de la que puedo abordar aquí. Aun así, cabe señalar que las líneas abiertas por los teóricos de la recepción (desde Stanley Fish hasta Hans-Robert Jauss o Wolfan Iser[iv]), la hermenéutica de Georg Gadamer o Paul Ricoeur, el estructuralismo de Roland Barthes, las teorías de la lectura de Umberto Eco o el deconstructivismo derridiano, entre otras propuestas teóricas, permiten desplazarse del error habitual que asigna a la figura del lector un lugar meramente reproductivo o secundario, más allá del grado de actividad interpretativa que cada perspectiva le asigne o el estatuto que adquiera el texto (Lozano, Peña Marín y Abril, 2004). Incluso la «erótica del arte» de Susan Sontag, antihermenéutica por excelencia, reclama la agudización de nuestra «experiencia sensorial» en tanto lectores, ante la declinación propiciada por una cultura del exceso (Sontag, 2007: 26-27).

 

De forma general, un «texto» es una superficie incompleta en la que se plantea una multiplicidad de elementos no dichos que, para ser significativos, “(…) requiere ciertos movimientos cooperativos, activos y conscientes, por parte del lector” (Eco, 1999: 74). La diversidad de lecturas efectivas no niega que todo texto prevea unos lectores específicos dispuestos a actualizar de forma competente los intersticios textuales que en toda producción comunicativa se presentan y que a menudo son potenciados en las producciones literarias. Si bien la «cooperación textual» -como conjunto de operaciones requeridas por parte del lector para dotar de sentido una superficie significante- forma parte de todo proceso comunicativo (incluyendo las comunicaciones literarias), no todo lector está en las mismas condiciones de cooperar con determinado texto, por no disponer de las competencias requeridas[v].

 

El texto como “mecanismo perezoso” vive de la “(…) plusvalía de sentido que el destinatario introduce en él” (Eco, 1999: 76) y adquiere una función estética cuando apuesta por dejar la “iniciativa interpretativa” al lector[vi], diferenciable al simple uso del texto[vii]. Del mismo modo en que no cabe desconocer la condición parcialmente (in)determinada de un texto, en tanto soporte para el proceso de validación de la lectura, tampoco caben desconocer las sugerencias de lectura que dicho texto despliega y que sólo pueden ser interpretadas por lectores específicos[viii]. 

 

A los fines del presente trabajo, me interesa destacar lo siguiente: “Cuando el texto se dirige a unos lectores que no postula ni contribuye a producir, se vuelve ilegible (más de lo que ya es), o bien se convierte en otro libro” (Eco, 1999: 85). También Iser recuerda que el texto como «potencial de efectos» sólo es posible de actualizar en el proceso de lectura que hace ingresar la figura del lector, aunque éste no agote plenamente tal potencial. Lector y texto, como condición de posibilidad del efecto, interactúan en un proceso comunicacional bidireccional.

 

Dicho lo cual, una poética en exilio no podría conformarse con un lector cautivo, en una relación de fascinación, sino que exige una serie de desplazamientos por su parte. Una vez que asumimos la centralidad de la lectura como coproductora del sentido de un texto, cabe interrogar en función de qué lectores se despliegan determinadas textualidades, en particular, qué presupuestos de lectura sostienen.

 

Si por un lado las estéticas herméticas exigen una actividad interpretativa máxima por parte del lector (una exigencia a la que no necesariamente el lector responde), las versiones que apelan a la «simplicidad» como base de su legitimidad suponen de forma tácita lo contrario: una actividad interpretativa mínima, enlazada a la creencia del lector como receptor pasivo. La exigencia de simplicidad textual es correlativa a la tesis de un lector no competente que debe ser guiado o tutelado a lo largo de todo el proceso de lectura. Ahora bien, ¿no es esa “guía” una forma de paternalismo que subestima las potencialidades resemantizadoras de la recepción (lo cual no implica en lo más mínimo dejar de cuestionar las asimetrías de poder, incluyendo aquellas que afectan el acceso a las industrias culturales, en tanto dispositivos de producción, distribución y circulación simbólica)? Aunque existan posiciones inconsistentes, una teoría específica de la lectura (en este caso, del lector como depositario del sentido en tanto presencia de un significado objetivo) implica en términos lógicos una correlativa teoría del autor (bajo la forma de un sujeto soberano)[ix]. La exigencia de transparencia expresiva, al menos en su versión canonizada, es el reverso de una concepción devaluada del lector[x].

 

Dicho lo cual, desconocer la carga ideológica de los lenguajes, exigiendo un discurso circunscripto a la sencillez y claridad del “habla cotidiana” se halla en las antípodas de un discurso crítico, lo que no quiere decir que esos elementos del habla no puedan ser reformulados e incluso ironizados. Antes que el “menosprecio disimulado” –como en alguna ocasión señaló Cortázar[xi]- del didactismo estético que se arroga el monopolio del buen juicio, cabe enfatizar la necesidad de una educación artística que permita surcar los caminos abiertos por la experiencia poética[xii].

 

Del mismo modo que una poética exiliar tiene que afrontar la posibilidad de su no-lectura, tampoco cabe negar la posibilidad de que dicha poesía no se dirija a nadie. Si ésta fuera la posibilidad concreta, ¿para qué escribir? O incluso: ¿para qué re-escribir? ¿Y cómo podría sostenerse la escena de la escritura sin un Otro constitutivo? Contestar a estas preguntas exige reelaborar algunas condiciones de la problemática.

 

 


 

Retomemos algunos planteamientos ligados a la primera «teoría crítica» de la sociedad. ¿A quién puede dirigirse el círculo franckfurtiano de la primera generación? Siguiendo a Dubiel (1993) podríamos aducir que estos intelectuales terminaron dirigiéndose a un «testigo imaginario» que, por definición, no encarna en ninguna fuerza histórica concreta. Adorno y Horkheimer lo manifiestan abiertamente, desde una postura desesperada antes que arrogante, convirtiendo dicho testigo en albacea de una herencia perdurable[xiii].

 

Como pretendo argumentar, confiar la teoría crítica a un testigo imaginario conduce a una aporía: ¿cómo podría producir efectos de subversión sin la apropiación de esa teoría por parte de sujetos individuales o colectivos? ¿No estamos obliterando la posibilidad de que unos sujetos específicos pongan en juego la teoría crítica como herramienta para una práctica política transformadora? Confiar en un lector futuro, tal como pretendía Nietzsche, tampoco nos sustrae de la aporía[xiv]. No cabe descartar que el presunto advenimiento de ese lector, como instancia capaz de juzgar lo valioso, esté encubriendo el desvanecimiento de un lector crítico en el presente. No sólo ningún proceso histórico garantiza esa irrupción, sino que “(...) el decurso de la historia no ayuda en forma alguna a lo valioso” (Adorno, 1983: 257).

 

Las condiciones históricas y culturales de producción teórica de estos teóricos frankfurtianos son relativamente conocidas (Jay, 1989): la posibilidad de escribir para sus contemporáneos alemanes (y, por extensión, para el «proletariado» considerado por el marxismo como sujeto privilegiado de la historia) estaba vedada: su participación en el nazismo negaba esa interlocución. Como contraparte, tampoco el «individuo» podía constituir una auténtica alternativa: la industrialización de la cultura, antes que conducir a su emancipación, implica según esta perspectiva su alineación cultural en tanto consumidor.

 

Así planteados los términos, el discurso teórico de la primera generación de Frankfurt remite a un testigo imaginario que, objetivamente, nadie puede encarnar, como no sea sustrayéndose de la historia efectiva. La posibilidad teórica de ese testigo, pues, es la apelación implícita a un «sujeto trascendental»: uno que no está constituido por el proceso histórico del capitalismo e incluso que se constituye fuera de su historia, lo cual resulta inaceptable desde la propia perspectiva materialista.

 

Ahora bien, si la «teoría crítica» se estructura sobre un «interés emancipatorio» (Habermas, 1989), no queda claro cómo este interés podría materializarse en una praxis colectiva como no sea mediante su apropiación por parte de lectores concretos. “Y ello por mucho que el silencio sobre la práctica política como tal y aún sobre el sujeto histórico material de ese desarrollo emancipatorio fuera paulatinamente adensándose, hasta el silencio vacío mismo, en el discurso francfortiano...” (Muñoz, 2000: 21). El desconcierto histórico deja sus marcas teóricas. Así, no resulta extraño que Horkheimer, tras afirmar que la categoría de «individuo» no ha resistido a la gran industria, en tanto destruye la razón y con ello la autonomía del sujeto, remate con lo siguiente: “La destrucción de la razón y la del individuo son una sola” (Horkheimer, 2000: 104). Pero si el proceso capitalista desintegra a los individuos, coopta a las clases explotadas y destruye la razón en un mismo proceso, ¿a quién podría hablar la teoría crítica?

 

La idea de una fetichización plenamente consumada da lugar, en estos intelectuales, a la apelación a alguna figura de lo extraño que necesariamente debe trascender las condiciones materiales del capitalismo. Ahora bien, ¿cómo constituir ese sucesor en este proceso histórico, marcado por una sociedad en la que proliferan diversos antagonismos sociales? ¿Y desde qué otra temporalidad podría advenir, cuando la historia del presente tiende a obturar esa apertura crítica que reclamamos? A falta de garantías con respecto a ese lector que recupere un legado negado, quizás lo único que persiste es la tensión nietzscheana de una doble interpelación, tan paradójica como irreductible: a todos y a ninguno.

 

Desde esa perspectiva, no cabe descartar que una poesía en exilio, para atenerse a sus imperativos críticos, deba apostar por un distanciamiento con respecto a todo lector presente. Lo que en política sería de dudoso valor –producir un discurso sin ninguna base social-, en poesía podría ser válido: dirigirse a un sujeto que no existe todavía. En tal caso, la tesis de la «autonomía estética» podría interpretarse de dos formas contrarias: 1) o bien se plantea una separación entre poesía y política –y en tal caso la despolitización de lo poético conduce a una forma de esteticismo-, 2) o bien se asume una diferenciación tipológica de los discursos, en los que la dimensión política de lo poético no anula sus exigencias internas referidas a la necesidad de un lector crítico nunca plenamente consumado. En esta segunda opción, la autonomía relativa de lo poético equivale a una toma de distancia radical con respecto a las formas presentes de lo político. La poesía en exilio recordaría lo que la práctica política hegemónica reprime: la constitución de un sujeto crítico capaz de desplazarse de las condiciones del presente.

 

Si el discurso poético aspira a articular de forma elucidada lo estético y lo político, necesariamente la pregunta por los lectores se mantiene como cuestión crítica. Así pues, por una parte, no podemos conformarnos con hablar a nadie o a un testigo imaginario: sin encarnación subjetiva de unos discursos críticos no hay posibilidad histórica de cambio. Sin esa exigencia, la imaginación poética se rinde ante la evidencia de una racionalización administrativa del mundo social que se naturaliza como irrevocable. Por otra parte, sin embargo, tampoco cabe dar por cierta la figura del lector que nos interesa. En una cultura hegemónica que banaliza la comunicación, la figura de un lector crítico no es una evidencia. Necesitamos, por tanto, contribuir a producir un sujeto que el presente tiende a negar: aquel otro con quien construir un diálogo o con quien recuperar la parte negada que está presente en nosotros mismos.

 

La paradoja de una poesía en exilio es que necesita desplazarse a lo extemporáneo –o a lo «intempestivo» en el sentido nietzscheano- para sostener una exigencia presente: tomar distancia de aquellas formas de discurso que reprimen la producción crítica de otros sentidos sobre el mundo y nosotros mismos.

 

 

3-      Desconocimiento y exilio poético

 

No es seguro que las formaciones políticas de izquierda requieran de la producción poética para estructurar sus intervenciones. Al fin de cuentas, ¿por qué optar por la escritura poética y no otros géneros de discurso, en un contexto en el que la poesía carga el estigma de ser un producto cultural de elite, más o menos ilegible “para el común de las gentes”? ¿Qué tipo de aportación podría hacer este tipo de poesía, admitiendo que lo poético no tiene prerrogativas políticas de antemano?

 

La respuesta sólo puede ser genérica. Su aportación potencial, a priori, es indeterminable, como lo son las aportaciones filosóficas o científicas. ¿En qué sentido entonces reivindicar estas poéticas? Remitir esa poesía en exilio a un lugar de ejemplificación de unas teorías preexistentes no resulta satisfactorio. Una teoría «ejemplarista» del arte poético –en tanto ilustración de un saber universal preexistente- desconoce lo que en este campo hay no sólo de desestructuración de otros saberes sino también de producción de nuevas significaciones y conocimientos. Aceptar el estatuto ilustrativo de la poesía ­–la traducción formal de verdades extra-poéticas-, es desconocerla como matriz productiva. Dicho de otra manera: puesto que toda ejemplificación tiene como condición de posibilidad la existencia de una teoría general establecida -en este caso, por medios extra-poéticos-, el arte poético quedaría virtualmente liquidado como forma de conocimiento y, más en general, como producción de sentidos inéditos. Ahora bien, negar su valor cognoscitivo es aquello que las herencias poéticas más relevantes –incluyendo las vanguardias del siglo XX-  desmienten.

 

Desde esta perspectiva, la importancia crítica de la poesía exiliar reside en su poder de revocar ciertas fijaciones de sentido dominantes, esto es, en su capacidad efectiva para desnaturalizar unos discursos sociales sedimentados, estructurantes de las prácticas cotidianas mayoritarias. Es esta revocación del sentido sedimentado, su cuestionamiento de los efectos de cierre de los discursos hegemónicos, en suma, su capacidad de reactivar lo instituido, lo que hace de estas iniciativas algo irrenunciable.

 

Si admitimos que un «sujeto crítico» no sólo no constituye una evidencia realizada sino la promesa de un lector nunca asegurado, necesitamos pensarlo ante todo como institución, lo que implica ampliar nuestro campo de responsabilidad. Semejante responsabilidad conduce, en primer término, a cuestionar algunos tópicos o lugares comunes de determinadas tradiciones literarias, comenzando por aquella que atribuye a la «poesía crítica» el papel de «conciencia» de un presunto lector alienado. La contrapartida de una teoría así no es otro que la del autor como heraldo que operaría despejando las distorsiones de la ideología dominante. Las preguntas suelen repetirse: ¿no resulta ingenuo querer escribir para sujetos que estructuralmente tienen cerrados los accesos al campo poético –incluso bajo la denostada categoría de lectores ingenuos-? ¿Qué lugar les damos a los lectores cuando pretendemos detentar verdades más o menos ocultas? ¿Y qué lugar nos damos al fijar así al otro, eximiendo nuestra conciencia de toda opacidad distorsiva? En síntesis: ¿qué clase de voluntad de poder se oculta tras la predicación de una verdad política (supuestamente reprimida por el Poder y que nosotros desocultaríamos)?

 

A estas preguntas podría reformularlas bajo dos objeciones principales. La primera es que la poesía en exilio, estructuralmente, no es leída por aquellos a quien quiere interpelar como sujetos críticos. Habita en la paradoja de apuntar a quienes, de forma regular, no acceden a la poesía como tal, por factores diversos: desde el analfabetismo hasta el desinterés cultural, sin excluir factores socio-económicos o educativos. A esta objeción habría que contestar: efectivamente, nos movemos en una incongruencia. Dichos discursos habitan la fantasmagoría de querer instituir lectores allí donde no hay más que grupos sociales para los que lo poético habitualmente no constituye un consumo cultural significativo. La incongruencia nace de la pretensión de no conformarnos con la desigualdad simbólica, en la que el lector es puesto a una distancia insalvable del productor cultural. La aspiración a la inclusión simbólica de los grupos subalternos no sólo es legítima; permite cuestionar la perpetuación de un orden cultural en el que se mantienen intactos los privilegios que obstruyen la formación de lectores críticos.

 

El segundo núcleo de las objeciones está ligado al iluminismo de izquierdas y a su clásica remisión a categorías tales como «ideología» en tanto «falsa conciencia», «poder» en tanto «aparato represivo» y «alineación» en tanto «enajenación» de la voluntad y la conciencia, a las que habría que contraponer, como armas políticas, la «razón», el «proletariado» y la «liberación del dominio de clase». Ante ello, cabe reconocer  que, en efecto, estos conceptos resultan simplistas y, en último término, no permiten comprender los procesos sociales de producción, intercambio y recepción de significaciones. Redescribir lo ideológico y el poder, prescindiendo de teorías mecanicistas acerca del sujeto fue y sigue siendo, precisamente, una de las tareas principales de los estudios culturales de inspiración marxista (desde Raymond Williams hasta Frederic Jameson) en los últimos cincuenta años, sin olvidar a precursores críticos como Mijail Bajtin en el campo de la sociolingüística y los estudios de la cultura popular así como las elaboraciones en torno a la teoría gramsciana de la hegemonía o la teoría foucaultiana del poder.

 

No es superfluo recordar que el concepto de «alineación» o «enajenación» fue abandonado por Marx en sus textos de madurez, tal como mostró Althusser (1990: 182-201), por no hablar del lugar acotado que este autor dio al concepto[xv]. El correlato semiótico de semejante concepción de lo social no es otro que el planteamiento de la lectura como una instancia meramente reproductiva, desconociendo las resistencias, limitaciones y distorsiones que operan en toda práctica social, incluyendo la práctica de la lectura. La teoría de la ideología, por lo demás, ha sido ampliamente reelaborada -desde Althusser hasta Eagleton, pasando por Zîzêk o Hall-, cuestionando radicalmente su reducción a «falsa conciencia».

 

Dicho lo cual, la condición exiliar de ciertos discursos poéticos también supone desplazarse tanto de una posición de privilegio epistémico sobre los lectores como de una política mesiánica o redentora. Como cualquier otro grupo, poetas y escritores tampoco escapan a los influjos sistémicos. De ahí que una apuesta semejante ha de devenir auto-crítica y dar lugar a una crítica dialógica en la que el otro no sea reificado. Antes que una práctica monológica –en la que unos sujetos transferirían un saber libertario y liberador a los oprimidos del mundo-, se trata de un debate abierto en igualdad de condiciones.

 

En síntesis, la lectura de un texto poético no es sólo una cuestión de acceso material a ciertos bienes culturales: reclama competencias cognoscitivas específicas, que no están inmediatamente disponibles a nivel colectivo. Sin embargo, ¿por qué habríamos de perpetuar la incapacitación a la que tantos públicos son sometidos? No necesitamos tomar partido entre la soledad o la reconversión mercantil de la creación poética. La posibilidad de constituir un «lector crítico», capaz de dialogar con el poema, desmonta esa alternativa. Si la simplificación estética ya es paternalista -en tanto acepta una radical asimetría entre autor y lector, poniendo al segundo en una condición subordinada-, el hermetismo no implica necesariamente un elitismo, en la medida en que acepta la máxima actividad interpretativa del lector. Desde luego, estas polaridades dejan intactas otras posibilidades textuales y otras tácticas de producción de sentido.

 

La conclusión es doble: tomar distancia del imperativo de un estilo “coloquial”, “simple” y “claro” no tiene por qué conducir a la celebración de lo abstruso. De forma similar, cuestionar cierta noción de «compromiso» no supone abdicar de nuestra responsabilidad política, sino repensarla atendiendo a un imperativo de igualdad comunicativa. Por lo demás, el interés que puede suscitar un texto poético reducido a denuncia es mínimo si se lo desconecta de sus especificidades lingüísticas, incluyendo la recuperación de ciertos valores éticos y políticos irreductibles a categorías estéticas clásicas como lo bello, lo sublime, lo grotesco o lo feo.

 

La referencia al “pueblo”, en este sentido, no deja de ser un gesto que refiere más al propio ideal de escritura que a las propiedades de un texto. El “pueblo” nunca es un hecho dado; parafraseando a Rancière es lo que falta, la unidad que hay que construir. Al respecto, resulta oportuno recordar lo que ya hace varias décadas advirtió Marcuse:

 

En la actualidad, el sujeto hacia el cual se dirige el auténtico arte es socialmente anónimo; no coincide con el sujeto potencial de la práctica revolucionaria, y cuanto más claramente sucumban al poder de las clases explotadas, «el pueblo», en mayor grado se enajenará el arte del «pueblo»” (Marcuse, 2007: 80).

 

La política de la lectura que desde esta posición cabe plantear supone, pues, partir del reconocimiento del lector como coproductor. No el “pueblo” como mero sujeto pasivo ni mucho menos destinatarios que habría que instruir de forma unilateral, sino aquellos que permiten construir un diálogo en el que ningún interlocutor acepta, a priori, privilegios epistémicos o prácticos[xvi]. Como señala Singer, que se refiere al “escritor de ficción”:

 

[El lector] conoce la vida tanto como el escritor. (...) Creo que una gran tragedia de la literatura moderna consiste en que presta cada vez más atención a la explicación, al comentario, y menos a los acontecimientos. Esto ha causado gran daño a la literatura porque el escritor moderno tiene la estúpida idea de que tiene que enseñar a la humanidad cómo salir de todo tipo de crisis y apuros. Tiene que ser un líder espiritual. Yo no creo que un escritor de ficción tenga este deber ni este poder... Un buen escritor de ficción sabe que tiene que limitarse a contar con una historia. Esto, por sí mismo, supone un trabajo enorme (citado por Alcoriza, en VVAA, 2007: 84).

 

Si, como sugería Lessing, se trata de prohibirse ejercer (presuntas) verdades, entonces, una poética en exilio no puede excluirse de forma válida de las disputas ideológicas que atraviesan nuestra sociedad: asume abiertamente su participación en una comunicación sin término. Como ha desarrollado Sloterdijk, la «crítica de las ideologías» ligada a la “teoría del desenmascaramiento” posee una “(...) inclinación notable a constituirse en patrón de la “falsa conciencia” de los otros y a considerar a éstos ofuscados” (2003: 73-74). Por su parte, la “teoría del engaño” concede al enemigo una inteligencia de igual rango, aspirando a superar dicho engaño a través de la sospecha. Mientras que la primera clase de crítica cosifica al antagonista, en la segunda se convierte en diálogo no necesariamente amistoso. Si la «polémica» es “diálogo fracasado”, la «crítica» que cabe reconstruir en términos poéticos no es bajo la forma de una dogmática que cosifica al otro manteniéndose indemne a sí misma, sino bajo la forma de una dialógica que instituye al otro como sujeto de la réplica, como aquel que constitutivamente (me) recuerda mi no-saber o incluso mi error o mi extravío. En efecto: “En ninguna parte se ha acabado el «trabajo» de la reflexión” (Sloterdijk, 2003: 135). Si el otro me dice lo que no sé (incluso de mí mismo) o pone en cuestión las estructuras simbólicas e institucionales que me constituyen como sujeto autorial, ya no puede ser reducido a simple depositario de un sentido pleno que le preexistiría. Es esa co-originariedad, contrapartida de nuestra incompletitud constitutiva, lo que hace irrenunciable el impulso dialógico de una poética en exilio[xvii].

 

Construir un diálogo de este tipo –como práctica intersubjetiva de escucha y elucidación- no conduce a una clausura de lo que se difiere y persiste como indecidible. Tampoco implica el hallazgo de una verdad final que nos reconciliaría en una sociedad gobernada por la lógica de lo idéntico. No obstante, que aceptemos la condición retórica de todo discurso y la imposibilidad de arribar a un punto neutro consensuado por todos los interlocutores no nos exime de la voluntad de construir un horizonte crítico de razonabilidad[xviii].

 

Si esto es válido, una de las labores centrales de los discursos poéticos en exilio no es otra que erosionar la mitología iluminista y redentora sin por ello dejar de recordar la hegemonía del cinismo como lógica cultural del capitalismo. Su apuesta consiste en la producción de intercambios críticos que nos permitan mostrar las aristas inadvertidas de nuestras vidas en común. El exilio comunicacional de cierta poesía no significa nada distinto a la práctica de una escritura abierta a lo desconocido. La supuesta referencia a un «destinatario general» que coincidiría con la totalidad de los lectores empíricos apenas si logra disimular que, objetivamente, un texto produce relaciones diferentes con públicos sociológicamente distintos. Alguna vez Derrida señaló que un libro [cierto libro] es una pedagogía que pretende formar su lector, diferenciando ese producto de las producciones en masa que “(...) presuponen de manera fantasmática un lector ya programado. De modo que termina configurando a ese destinatario mediocre que habían postulado de antemano” (2004). De algún modo siempre traicionamos “la singularidad del otro al que se interpela” y, sin embargo, ciertas formas de escritura necesitan retener su condición fantasmal, ese “espectro ineducable que no habrá aprendido a vivir jamás”. Quizás nuestra tarea más crucial sea aprender a vivir en esa dificultad, en aquella que quiere encarnar en sujetos concretos pero manteniendo una cierta lealtad al fantasma de la crítica, al deseo y necesidad de desplazamiento, de aquel que deambula persiguiendo su alteridad (el mundo de quienes viven, el mundo de los que hacen vivir; para el caso, los lectores que en su lectura dan vida al texto).

 

Presuponer un lector -preconstituido por la historia de un género- es una operación tácita de cualquier texto. Interpelarlo como sujeto crítico, en cambio, es una tarea que no podemos dar por garantizada: forma parte del trabajo político interminable al que está abocado cierta producción poética, exiliada de las certezas colectivas que sostienen el mundo del presente. En su exploración de lo desconocido, que es también ruptura de los códigos socialmente naturalizados, esa poesía abre camino a la invención de otra sociedad.


Bibliografía consultada

 

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Voloshinov, Valentín (1993): El marxismo y la filosofía del lenguaje, Alianza Editorial, Madrid.
 



[i] La referencia a una «poética en exilio» no alude a las diversas poéticas migrantes o diaspóricas, sino más bien a lo que hay de extranjero en diferentes discursos poéticos, independientemente a la cuestión de los movimientos geográficos o a los exilios políticos en términos históricos. Antes que poesía del exilio, entonces, poesía como exilio, en tanto discurso que se desplaza de las formas de comunicación hegemónicas, en dirección hacia lo desconocido (Borra, 2017). El «exilio» comunicacional de lo poético, antes que una solución de retirada, propicia un desplazamiento crítico con respecto a los discursos dominantes y a las estructuras simbólicas e institucionales que los sostienen.
[ii] Iser considera más plausible pensar en el «lector implícito” antes que en un «lector de época» o un «lector ideal». Mientras que el lector de época remite a una historia de la recepción, el lector ideal encarna una “imposibilidad estructural de comunicación”: “Pues un lector ideal debería poseer el mismo código del autor. Pero puesto que el autor por regla general modifica en sus textos los códigos vigentes, el lector ideal debería disponer de las mismas intenciones que regulan tal proceder. Si se supone esto como posibilidad, entonces la comunicación se mostraría como superflua, puesto que por su medio se transmite algo en virtud de la deficiente coincidencia que se da entre los códigos del emisor y del receptor” (Iser, 1987: 57). Por su parte, el “lector implícito” “(...) encarna la totalidad de las preorientaciones que un texto de ficción ofrece a sus posibles lectores. Consecuentemente, el lector implícito no está anclado en un sustrato empírico, sino que se funda en la estructura del texto mismo. Si nosotros suponemos que los textos sólo cobran su realidad en el hecho de ser leídos, esto significa que al proceso de ser redactado el texto se le deben atribuir condiciones de actualización que permitan constituir el sentido del texto en la conciencia de recepción del receptor” (Iser, 1987: 64).
[iii] La alusión a poéticas con pretensiones críticas -suponiendo que se pueden diferenciar de simples deseos de filiación- pone en cuestión la idea de la «crítica» como un rasgo fijo que podría preasignarse de forma estable a determinados autores con independencia a sus textos concretos. Por el contrario, dichas pretensiones deben ser contrastadas cada vez en condición de operaciones textuales específicas.
[iv] La propia inscripción del trabajo de Wolfgan Iser como «teoría de la recepción» ha sido reformulada por el autor como “teoría del efecto” (Iser, 1987: 12). Mientas que la primera remite a los “juicios históricos del lector”, la segunda es inseparable del “texto” mismo como “potencial de efectos”.
[v] Un lector competente en un campo puede no serlo en otro; estar en condiciones de interpretar de forma fecunda La fenomenología del espíritu no es garantía para efectuar una lectura similar de Iluminaciones, Los hermanos Karamazov o La interpretación de los sueños.
[vi] Como consecuencia de ello, “(…) un texto postula a su destinatario como condición indispensable no sólo de su propia capacidad comunicativa concreta, sino también de la propia potencialidad significativa. En otras palabras, un texto se emite para que alguien lo actualice; incluso cuando no se espera (o no se desea) que ese alguien exista concreta y empíricamente” (Eco, 1999:77).
[vii] La distinción de Eco entre un «principio de interpretación» y un «principio de uso» de los textos es borrosa en sus fronteras. La tesis fundamental del autor cuando señala que no toda lectura resiste de igual modo los intentos de refutación basados en el propio texto (Eco, 1992) da lugar a problemas relevantes. Su formulación en lenguaje popperiano introduce un nuevo equívoco: la suposición de que el texto es un límite exterior a la interpretación (como ocurre con la «experiencia»). Ahora bien, ¿cómo podríamos acceder al texto por fuera de las disputas interpretativas? La noción de «sentido literal» no mejora las cosas: borra la indecidibilidad de determinados significantes en los propios contextos discursivos en que son empleados.
[viii] La pluralidad de lecturas no sólo no es una excepción comunicativa sino que constituye una regularidad incluso en el campo científico o filosófico, no obstante la existencia de estrategias discursivas codificadoras o formalizadoras que apuntan a restringir la proliferación de malentendidos. La apelación a fórmulas definitorias, a formalizaciones teóricas e incluso a estrategias de anticipación de equívocos no sólo no niegan esta pluralidad sino que la presuponen.
[ix] Algo similar parece suponer el «coloquialismo» al confundir lo popular con lo masivo. Habría que recordar con Voloshinov que el “lenguaje coloquial” no puede disociarse de forma válida de una carga ideológica específica (ligada a las construcciones hegemónicas): “La palabra siempre aparece llena de un contenido y de una significación ideológica o pragmática” (Voloshinov, 1993: 101). Tomar distancia de los automatismos de ese “lenguaje coloquial” es, simultáneamente, desplazarse con respecto a su carga ideológica o pragmática.
[x] Como nota lateral, cabe señalar que esta teoría hipodérmica de la recepción reaparece en el campo de los mass-media bajo la forma de un discurso apocalíptico en el que los mensajes mediáticos nos sumirían en una suerte de indefensión vital. El corolario de la tesis de la esclavitud de los tele-espectadores es, sin más, la sacralidad del poder, esto es, la imposibilidad de hacer algo para desestructurar las actuales relaciones de poder. Lo imposibilitante de esta postura es que reproduce el discurso del amo, aun cuando lo repudie en términos manifiestos. El campo mediático no sólo no está exento de luchas sino que también se hace preciso luchar ahí: “(...) si hoy es posible empezar a hablar de nuevo de las ciencias de la comunicación, lo es sobre la base de un teoría que reintroduce dimensiones ontológicas y subjetivistas, elementos autopoiéticos y creativos en la descripción de los agenciamientos colectivos que se constituyen en el tejido mediático y comunicativo” (Negri, 1992: s/n).
[xi] “(...) no estoy abogando por la facilidad, por la simplificación que tantos reclaman todavía en nombre de esa inserción popular, sin darse cuenta de que todo paternalismo intelectual es una forma de desprecio disimulado. Las vanguardias intelectuales son incontenibles y nadie conseguirá jamás que un verdadero escritor baje el punto de mira de su creación, puesto que ese escritor sabe que el símbolo y el signo del hombre en la historia y en la cultura es una espiral ascendente (...)” (Cortázar, 1985: 80).
[xii] Una educación emancipatoria compromete de forma ineludible la indagación en lo desconocido, lo que implica necesariamente cierta opacidad. Renunciar a esa indagación en nombre de imperativos estético-ideológicos es negar la apertura misma de la interrogación: “Es como si se me pidiese que me inclinase servilmente o que me muriese de imbecilidad” (Derrida, 2004: s/n).
[xiii] “Si el discurso debe hoy dirigirse a alguien no es a las llamadas masas ni al individuo, que es impotente, sino más bien a un testigo imaginario, a quien se lo dejamos en herencia para que no desaparezca por entero con nosotros” (Adorno y Horkheimer, 1997: 300).
[xiv] Refiriéndose a la incomprensión que producen sus libros, Nietzsche señala que aún no resultan actuales: “(…) algunos hombres nacen póstumos” (Nietzsche, 1991: 48). Así, “(…) que hoy no se escuche, que hoy no se quiera aprender nada de mí, no sólo es comprensible, sino que me parece justo” (1991: 48). La contrapartida de semejante enunciado es la expectativa de un lector por venir que rectifique la falta de escucha.
[xv] Es pertinente distinguir entre un uso técnico de la alineación como enajenación en el proceso de trabajo asalariado (Marx, 1993), de un uso  más genérico que apunta a explicar la sociedad capitalista como resultado de una distorsión calculada de la conciencia de las clases dominadas. Una versión así no puede explicar cómo el sujeto-analista logra sustraerse de esa distorsión generalizada para denunciarla, así como tampoco puede explicar por qué un sujeto con una “conciencia límpida” no es, automáticamente, sujeto revolucionario.
[xvi] La paradoja dialéctica de la lectura planteada por Sartre mantiene su vigencia: “(…) cuanto más experimentamos nuestra libertad, más reconocemos la del otro; cuanto más nos exige, más le exigimos” (Sartre, 1967: 74).
[xvii] En una dimensión política, la crítica dialógica no conduce de forma necesaria a un modelo deliberativo de democracia, tanto porque hay una dimensión irreductible de poder en todo intercambio que lo sustrae de una matriz universal encarnada por la «razón comunicativa» habermasiana, sino también porque reconoce el antagonismo como dimensión insoslayable de una formación social.
[xviii] Hago mías las palabras de Todorov: “(...) la práctica del diálogo se opone, para mí, al discurso de la seducción y la sugestión, en el sentido de que apela a las facultades racionales del lector, en vez de tratar de captar su imaginación o de sumergirlo en un estado de estupor admirativo” (Todorov, 1991: 17).