-I-
Un trineo no alcanza; tampoco la
manta que protege de la escarcha, la grasa con que nos untarnos el cuerpo
gélido, la linterna que orienta en plena noche. Sobrevivir es el arte del
desplazamiento –sobre todo si no se vive, si la verdadera vida brilla en su
ausencia, si el sueño hiere y la oscuridad se hace demasiado vasta para
recorrerla.
Lo Real es el frío rabioso: el
entumecimiento de las manos, la piel pálida, la asfixia ante un tiempo extremo;
lo que congela el corazón o hace desfallecer de soledad. Lo Real es una
superficie blanca, extensísima, que hay que surcar si se quiere alguna vez
alcanzar otra parte: un cobijo mínimo para la intemperie.
-II-
Un trineo no es nada si no se
desplaza. Necesita engancharse: formar cuerpo: ser impulsado, sin violencia, al movimiento.
Lo decisivo es lo que falta
-fuera de campo: lo que aparece como desaparecido. Atravesar la superficie
gélida de lo Real necesita que esa pequeña máquina sea enganchada a una fuerza
que lo arrastre. Sin fuerza un trineo no alcanza. Revela su carencia: ser
instrumento inerte, objeto abandonado en la memoria, a la orilla del silencio.
-III-
Si se quiere atravesar la
intemperie blanca es preciso lo animal. Sin un animal de tiro todo falta, como
falta sin ese animal humano que añora ir a otra parte para sobrevivir a la
ausencia de una verdadera vida, a un sueño que hiere, a la noche persistente
que empalidece los cuerpos.
Hace falta lo animal -no cualquier
animal: no todos podrían sobrevivir a esa superficie blanca que quema los ojos
y entumece las manos.
Si hay algo antes que nada, es un
husky siberiano que atraviesa la estepa resistiendo la extremidad del tiempo.
Si hay alguien antes que nadie, es ese animal que atraviesa la intemperie que
congela el corazón mientras imagina un refugio.
-IV-
Alcanzar otra parte no es irse a
ninguna sino atravesar lo Real del frío.
No cualquier lugar: aquel donde
el abrigo invisible de los otros permite resistir a la estepa del corazón.
Responder al llamado arroja a la
superficie donde desfallecemos: abre surco para llegar a los otros. El llamado
del lenguaje es ese arrojo en nombre de Otro.
No cualquier otro; no cualquier
parte: los que hacen manada desde lo singular de cada uno, los que aúllan o
llaman para llegar al lugar donde guarecerse de la carencia de lugar, de la
ausencia de memoria, de la rasgadura de los abrigos.
-V-
En todo husky sobrevive su
cercanía con el lobo, no por ser espécimen: por el llamado salvaje que sigue
latiendo dentro, el deseo de internarse cada vez más hondo en lo desconocido
–esa superficie blanca que lleva donde están los otros.
Un husky podría vivir sin tiro.
No podría sobrevivir al aislamiento: moriría o enfermaría de soledad. La
resistencia corporal al frío está enlazada al abrigo invisible de los otros.
Por eso un husky no ladra: aúlla.
El aullido es llamado a
distancia. Sin ese llamado, no hay promesa; sin promesa, no queda más que
intemperie, el desamparo de lo Real -su desfallecimiento.
El aullido es la promesa que
permite sobrevivir al tiempo extremo: lo que comunica con la manada. La
invocación de la memoria de los lobos es esa referencia remota, mítica, a lo
que sobrevive, indomesticable, en un animal.
-VI-
En todo humano hay un husky.
Siente el llamado de su corazón salvaje, el deseo de perderse en los otros, buscar
un abrigo. Resiste porque ama. Su aullido es su lenguaje. Hablay en ese acto
desafía el desamparo. Incluso si no dice nada llama. Incluso si miente, anuncia
la promesa de verdad.
El lenguaje es la posibilidad de
la promesa. Lo que abre la singularidad del llamado en la manada. La memoria de
los lobos es recordatorio de lo que el animal humano sumerge: la pulsión que
empuja hacia esa otra vida que la promesa esboza.
-VII-
La distancia es lo que empuja. La
condición de toda promesa: como el trineo, no es sino en el desplazamiento.
La quietud es el entumecimiento
–lo inerte del objeto.
No hay distancia sin la inquietud
de estos pequeños animales que forman cuerpo. El trineo es lo que aproxima la
promesa en su distancia. Lo que hace imaginable morar en otra parte. Como no se
llega, la morada es el tránsito, allí donde no cabe el regreso, donde lo que
falta tracciona hacia la distancia del porvenir.
La tracción de la falta empuja el
trineo en plena oscuridad, apenas con una linterna, una manta, grasa corporal
para recorrer esa distancia que aproxima a la manada que no niega la
singularidad del sí mismo.
Un trineo recuerda la
imposibilidad de regreso. Ninguna naturaleza resguarda del devenir lobo, del
devenir husky, del devenir humano. Contra esa regresión, devenir singular de lo
animal. Aunque forme manada en el impulso hacia otra vida –aquella que no se
deja enjaular; la que llama a ser en otra parte.
Un pequeño animal humano que se
deja arrastrar por un animal de tiro en la estepa siberiana pende de ese
llamado incierto. Ambos viven en la incerteza del otro lado. Enterrados en la nieve,
no podrían recordar más que la dulzura del fuego.
Como los lobos, aúllan porque
llaman a los suyos, porque los suyos son la promesa de algo más que la mera
supervivencia. Encarnan la medida de otra vida -incluso si esa otra vida no
está más que insinuada a distancia de la estepa que hay que atravesar para
alcanzar un mínimo abrigo.
Lo salvaje está ahí: como un
núcleo excesivo que la manada modula sin suprimir: punto incognoscible donde
aprendemos a amar. En la estepa -lobos hambrientos de caricias.
-IX-
Lo salvaje que hay en esos
pequeños animales es lo que resiste a la domesticación, al proceso de bestialización al que somete la
disciplina de las varas, lo que escapa al rigor del invierno e invita a aventurarse
en lo desconocido, aquello que corta el tiro y elude la carga.
La ligereza entonces: punto
incognoscible donde el ser se arriesga amando. Aunque pueda hundirse. Morir de
soledad. Extraviarse en la estepa siberiana. Desfallecer por una promesa.
Perderse en lo Real.
-X-
Llamamos porque hay carencia. La
memoria mítica de los lobos se teje con los retazos del lenguaje en el que
somos. Y si hay lenguaje –cuerda que sostiene la inconsistencia de nuestro ser-
es porque hay otros.
Si hay trineo hay otros -aunque
falten.
Lo Real es el frío rabioso. El
entumecimiento de las manos, la intemperancia del tiempo extremo, el dolor de
lo que se fuga.
Lo Real también son los animales
dulces que escuchan los llamados, aúllan de deseo, pulsan la noche invocando el
fuego, recorren la superficie blanca siguiendo la huella de lo ausente -la
estepa del corazón en busca de un abrigo:
la promesa de otra vida.
Arturo Borra
* Obras de Joseph Beuys
* Texto original publicado en "Sangrila", Nº 25.
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