“Algunos, adelantándose a muchos, van ganando el
desierto”.
Antonio Porchia
“Para todos y para ninguno”.
Friedrich Nietzsche
-I-
En una época marcada por el escepticismo la crítica
resulta sospechosa. El campo poético no escapa a ese estado de ánimo. Al menos
en el contexto español, la crítica mutua de textos y prácticas poéticas se
ha tornado algo completamente excepcional. La incomodidad de los
cuestionamientos ha cedido a las conveniencias. No es de extrañar la ausencia
de una «sociología del campo», como no sea la que se hace a menudo
salvajemente, de forma anónima, reafirmando su resistencia a exponerse ella
misma a la objetivación que practica con respecto a otros. Como diría Bourdieu,
los objetivadores se resisten a ser objetivados, en tanto participantes del
campo. Toda su autoridad mística se derrumbaría en su reenvío a una posición
específica dentro de una trama de relaciones sociales de poder; en vez de la
presunción de unos “evaluadores imparciales y desinteresados” (al modo
de jueces implacables) nos toparíamos con unos jugadores más (parte del juego
que juzgan), atravesados por apuestas específicas, basadas en valores y
sentidos más o menos argumentables pero de ningún modo vinculantes (1).
Tampoco es de extrañar la desaparición casi total de
una «crítica literaria» relevante. Es cierto que podrían señalarse algunas
valiosas iniciativas en sentido contrario, pero eso no es óbice para reconocer
el penoso “estado del arte” no sólo ya de la crítica especializada, sino
también de la «crítica» en tanto operación específica de lectura. La primacía
de las “reseñas literarias” más o menos elogiosas es de por sí ilustrativa;
apenas si es concebible que alguien cuestione de forma abierta un texto poético
sin que inmediatamente surjan los presupuestos de su “mala fe” o “enemistad”
con respecto al autor de los textos cuestionados. La creación poética,
concebida como atributo del yo, queda sustraída de la posibilidad de un
análisis capaz de determinar sus límites. La crítica convertida en herejía es
significada como una acción doblemente ofensiva: como ataque personal y como
acto humillante a quien la
recibe. No deja de ser paradójico que, en un contexto así,
esta desaparición pública conviva con la proliferación de injurias y
difamaciones privadas.
Dicho brutalmente: como no sea por algunas
luminosas excepciones, la crítica literaria y sociológica brilla por su
ausencia. En esas condiciones culturales, ¿cómo rehabilitar la
crítica sin recaer en una nueva épica del
sujeto que vendría a restituir de forma mesiánica la verdad incómoda del
campo poético? No basta con dar un golpe en la mesa y restablecer, en un acto
soberano, lo reprimido. Por mi parte, me limitaré a una intervención preliminar
centrada en el análisis de algunas prácticas hegemónicas, aunque
previsiblemente dicho proceso deje marcas
concretas en la producción poética. En último término, mediante un
desplazamiento metonímico, es imposible no preguntarse si esta sintomática
marginación de la crítica literaria y sociológica no conduce a la marginación
de la dimensión crítica en la producción poética misma.
Antes de aventurar algunas hipótesis de lectura, sin
embargo, anticipemos algunas limitaciones de semejante reflexión genérica: no
permite discernir el valor diferencial y singular de determinadas creaciones
poéticas ni identificar autores más o menos valiosos o irrelevantes. Con todo,
no es mi propósito hacer «crítica
literaria» sino procurar reconstruir algunas regularidades que atraviesan
el campo, esto es, que forman parte de las condiciones de producción y
recepción poéticas en el contexto español y que, por lo demás, explican al
menos parcialmente nuestras luchas y apuestas.
Es cierto que el reproche es previsible: ¿por qué no nombrar a los responsables de esta
situación ruinosa, suponiendo que los conocemos? ¿No deberíamos ser más osados,
señalando con nombre y apellido a esos grupos de poetas, periodistas, editores
y críticos profesionales que han convertido el campo poético español en una
meseta en la que la condición de existencia es la rigurosa elusión del
ejercicio abierto de la crítica? Semejante reproche, sin embargo, se apoya en
el presupuesto metodológico de que es posible depositar en unos sujetos
determinados la responsabilidad central, sino exclusiva, de esta situación (diferenciable de forma clara de
casos específicos de corrupción, nepotismo, favoritismo o cualquier otro acto
jurídica y éticamente ilícitos). La «inculpación» de unos individuos y grupos
específicos, sin embargo, deja sin explicar por qué esta ausencia tendencial
de intercambios críticos rebasa de forma evidente las fronteras de esos
individuos y grupos. O, en otros términos, no da cuenta de las dificultades
compartidas que tenemos al momento de producir esos intercambios.
Es en este punto en el que entra en juego una segunda
razón, de carácter ético. Puesto que se
trata de prácticas hegemónicas, la «estrategia de la denuncia» (2),
basada en la ejemplificación, pone el riesgo a distancia. Confina la “mancha” a unos pocos elegidos, en vez de
operar en el sentido de una interrogación colectiva que interpela en singular.
Esa estrategia, de algún modo, cometería la injusticia inversa de la omisión. Puesto
que es parte de nuestra responsabilidad empezar a construir de otro modo, lo
que necesitamos no es identificar de forma más o menos acusatoria a unos
presuntos responsables sino discernir modalidades operativas que
configuran el actual campo poético.
La contrapartida de unas
afirmaciones genéricas -que presuponen la existencia real de casos diferentes (la
regla de la excepción)- es su carácter transversal. Limitarse a la mención
de algunos notables como paradigma de estas prácticas no sólo no es un
acto especialmente osado: es simplista y, en última instancia, nos impide
reconocer la magnitud de un problema que nos implica de una manera más directa.
-II-
Separar el campo poético de
sus condiciones histórico-sociales de producción es un error. Las prácticas
poéticas están sobredeterminadas por una cultura hegemónica en la que la
«resignación», cuando no el «conformismo», son pautas dominantes. No hay ningún
abismo entre esa cultura y lo que ocurre en el espacio de lo poético. A pesar
de las evidencias cada vez más lapidarias de un capitalismo de la catástrofe,
el «discurso de la resignación», en el campo poético, deviene «imperativo de
adaptación»: puesto que la relación
del sujeto con sus condiciones de existencia es significada como
intransformable, la “salida” prevaleciente no es otra que la de adaptarse. Jaqueada
la alteridad (recluida a lo imposible), la coartada se hace nítida: no queda
más alternativa que “hacerse un lugar” dentro del mundo conocido. El deber del goce es la puerta de ingreso de la permisividad ante lo inaceptable, esto
es, el declive de la crítica.
En estas condiciones ideológicas y políticas, ¿cabe
esperar algo del acto de poetizar y de los poetas? Eduardo Milán lo dice
taxativamente: no cabe esperar nada. Pero
“(…) decir o preguntarse «qué cabe esperar» es como creer que hay algo
de elegidos -secretamente, en voz baja, murmurado porque carece de prestigio en
el mundo real- en los que escribimos poesía y somos poetas. Lo que está en
juego hace tiempo es lo humano. Y luego, de ahí, lo mejor de lo humano que
puede ser la creación.
Pero hay que precisar: la creación de buena calidad. También
abunda la mala. En
esta época es dominante” (3).
Si en primera instancia lo que está en juego es lo humano, ¿qué implicaciones en ese plano
tiene una matriz poética hegemónica que cultiva el desencanto y clausura su
vínculo con la crítica? Puesto que este discurso poético descree de todo –salvo
de sí mismo- no puede producir sino un sujeto resignado frente al actual
estado de cosas. Si esto es así, ¿qué sentido podría tener esta poesía como no
sea la prolongación del placer por otros medios, esto es, la procuración de un
lugar distintivo que favorezca una carrera profesional “exitosa”, el uso de la
escritura como punto de visibilidad fantaseada y lugar secreto de prestigio
personal?
El cinismo es la ideología de la aceptación del
presente. Según la ecuación al uso, en un mundo dañado no habría más
remedio que resignarse o morir: “acomodarse” como se pueda o “quedar fuera”. En
esta nueva modulación individualista, lo humano que se juega es este
«individuo» normalizado que ha aprendido a callar –es decir: a no cuestionar- para
acceder a los beneficios secundarios del orden existente, en
particular, a un sistema de distinciones que carece de prestigio en el mundo
real. Como no sea -valga la salvedad- para otros poetas. Creerse “elegidos”
podría ser un buen consuelo sólo si nos conformamos a jugar con las reglas
(dominantes) del arte.
La repetición del ritual iniciático, en este contexto
cínico, es aceptación de unas jerarquías férreas e incuestionables. Acceder a
un lugar subalterno sería también abdicar de su crítica: aceptar una
«estrategia de sucesión», declinar toda insolencia. La autorización cruzada
de los sujetos llamados a la sucesión puede adquirir visos inverosímiles:
intercambio de premios en concursos públicos por parte de un jurado que luego
será concursante y concursantes que serán jurado; tráfico manifiesto de
influencias; acceso privilegiado a editoriales e industrias culturales, cuando
no a cargos públicos y, en general, como decía Karl Krauss, mutuos «reenvíos de
ascensor» que sancionan el juego de pertenencias y exclusiones. El ritual, por
tanto, tiene una doble función delimitadora: confirmar los que pertenecen al
clan y los que están fuera del círculo mágico de los favores, excluidos de los
beneficios de la pertenencia, incluyendo el de las jóvenes revelaciones
editoriales.
De forma relativamente independiente a esta dimensión
social del ritual, más sorprendente resulta la celebración de un tejido de
tópicos y trivialidades planteados como una suerte de iluminación sagrada. No
es difícil identificar algunos de esos lugares comunes repetidos hasta el
cansancio: la representación nada novedosa del individuo como fuente de
novedad; la apelación esnobista a la antimoda; la construcción del sujeto
poético como objeto erótico irresistible, incluyendo la femme fatale o
el gigoló impenitente; la desconfianza ante cualquier apuesta innovadora
y subversiva; la reivindicación de la transgresión (pero ¿qué se transgrede
cuando las normas ético-políticas dominantes permiten casi todo?); el
descrédito de valores y principios de orientación universalista; el rechazo
teórico a la teoría; la reivindicación de lo cotidiano y del humor y, en
definitiva, la defensa de la experiencia íntima como último refugio de un
individuo (masificado). En un plano formal, los tópicos son más simples aun: la
apología de la sencillez y la claridad formales; la reivindicación de un
lenguaje coloquial, directo y comprensible; el rechazo realista a cualquier
estilización (salvando el “estilo realista” desde luego); en suma, la defensa
de una «poética de la transparencia» escrita por sujetos “corrientes”.
No se trata, claro está, de negarse a problematizar
una serie de categorías metafísicas heredadas. El problema aquí es que este
discurso acrítico se niega a hacerlo, aniquilando
lo que desconoce. Paradójicamente, a pesar de su tenaz afirmación de la
no-verdad y de una abigarrada apología de un relativismo más abstracto que
efectivo, esta estética se reivindica a sí misma a fuerza de descalificar otros
modos de producción poética. Ante el dogma de una sociedad posideológica,
convertido en ideología dominante, consagra su propio vacío: puesto que
proclama no creer en nada, lo único que cuenta es la excentricidad de
las formas y las performances, en suma, la ceremonia de una estética vacía.
Un discurso semejante trae sus pequeños regocijos.
Permite la circulación social, instaura la era del intercambio y evita que las
intrigas de alcoba se conviertan en enemistades públicas. La euforia efímera es
la contrapartida de esta forma de nihilismo que exculpa al propio sujeto de la
responsabilidad en la producción del mundo social. Lo exime de cualquier deber
–incluso si concebimos ese deber como algo que no está ligado a la deuda sino a un deseo razonable-. Pero puesto que según esta perspectiva no hay
pauta de rectitud, tampoco hay nada que rectificar.
Si hay alguna «indignación» en esta posición es ante
un mundo que no la reconoce lo suficiente. Es previsible que no falten antologías
poéticas que rentabilicen un sentimiento colectivo esencialmente anónimo: no es
cuestión de creencia, sino de visibilidad. Aunque sería erróneo decir que la
“poesía indignada” es lo contrario a la indignación (po)ética, tampoco en este
campo faltan oportunistas que buscan resguardarse, a través de la lógica del
etiquetado de ocasión, del lugar inclasificable desde el que una poesía
inconformista necesariamente se formula. Por retomar lo que decía Milán: “Yo
apoyo a los indignados como ser humano. Yo me indigno. Eso marca mi escritura.
Pero no es una receta ni un mandato. Todo ser humano debe indignarse. Se juega
la vida en eso. Como poeta no sé si es necesario proclamarse. ¿En la modernidad
la poesía no ha sido una suerte de indignación más o menos estentórea? No era
Rimbaud un indignado? Lautréamont? Baudelaire? Mallarmé? Artaud? Duchamp?
Satie? Martínez Rivas? Nicanor Parra? Décio Pignatari? Y sigue la lista. La creación
artística que yo valoro vivía en el punto de indignación. Otra no. El problema
es que esa que no se volvió mayoritaria y dominante”. Digamos entonces a modo
de síntesis: poesía inconformista es aquella que se resiste a celebrar el
“alma bella” en el desierto circundante, esto es, poesía que asume su vocación
crítica. No es una cuestión de rótulos sino de modos de producción
cultural. En términos poéticos, eso equivale a sostener que la revuelta (la
puesta en crisis) empieza, ante todo, por el lenguaje, cuestionando las
estructuras de una sintaxis normalizadora que asfixia el pulso.
Una estética del desencanto, por lo demás, no puede subvertir ninguna norma; ello supondría
arriesgar otro horizonte de sentido. A lo sumo, se moverá en su borde para no
quedar fuera de juego. La transgresión reafirma
el centro en el mismo gesto de violarlo. No cuestiona la Ley; la usa para
la extracción de un placer adicional. La fuerza liberadora de la risa es un
pobre consuelo. La «transgresión» en su sentido
habitual forma parte de una estructura trinitaria en la que también
participan la Ley y la
Prohibición. Como dicen Deleuze y Guattari “(…) no es nada,
simple medio de reproducción” (4), cuando de lo que se trata es de sustituir
esta reproducción circular por una progresión, una línea de fuga... Los
presuntos transgresores no son en absoluto transgresores: el éxtasis de las
drogas, de la sexualidad transitiva o abusiva, el abandono orgiástico o el
exceso en cualquiera de sus formas habitualmente no transgreden nada y, cuando
lo hacen, es a título de licencia poética que confirma la norma
(5). Son parte del paisaje: síntoma de un deseo de escándalo que ya no
escandaliza a nadie, referencia a una presunta osadía que se niega en el
momento mismo en que renuncia a poner en cuestión alguna complicidad colectiva.
A la luz de la resonancia que generan en un auditorio cautiv(ad)o (6) desde
siempre, ¿qué otro sentido podría tener una poesía así concebida que no sea
reproducir el ritual jerárquico de los nombres propios o el juego de las
distinciones más fantaseadas que reales?
-III-
En este contexto, es interesante recordar la noción de
«acto», tal como la
reconstruye Slajov Zîzêk en términos psicoanalíticos. El
«acto» es aquel que compromete “la dimensión de algún Real imposible”,
orientado no al intento de resolución parcial dentro de un campo simbólico sino
al “(…) gesto más radical de subvertir el principio estructurante mismo de
dicho campo”.
Un acto no simplemente ocurre dentro del horizonte dado de lo que parece ser “posible”; redefine
los contornos mismos de lo que es posible (un acto cumple lo que, dentro del
universo simbólico dado, parece ser “imposible”, pero cambia sus condiciones de
manera que crea retroactivamente las condiciones de su propia posibilidad) [7].
En un sentido radical, un acto implica atravesar la
parte repudiada de sí mismo, la “fantasía imposible” que nos resulta
inadmisible: su aparición transforma tanto a su agente como altera el campo
hegemónico. Dicho de otra manera, es una intervención subversiva que apunta
hacia lo Real (en tanto aquello que, en el mismo proceso de simbolización, se
resiste a la simbolización).
Sólo hay que dar un paso para señalar que la osadía –el ejercicio de la libertad de
crítica- supone pasaje al acto, atravesar la fantasía social
fundamental que, sin embargo, es repudiada. Desde este prisma, es fácil
advertir que las actuaciones poéticas prevalecientes distan de esta condición perturbadora. Más todavía:
la prueba de su falta de riesgo reside en la rápida aceptación grupal de la que
son objeto o, dicho en otros términos, en la identificación irreflexiva que producen.
A esta «osadía» tendencialmente ausente cabe
contraponer la actual «mímica del escándalo», convertida en moneda corriente
dentro del campo poético. Hablar de sexo y violencia, repetirse en lo obsceno,
en la repugnancia escatológica, en los excesos nocturnos, en suma, apelar a una
retórica del reviente, forma parte de esta mímica. La estética del
“friqui” (que hace del “sí mismo” la superficie misma del espectáculo), con
todo, tiene algo semejante al clown: se ríe de sí para ocultar su tristeza.
Si por una parte la contrapartida de este “yo poético” auto-encumbrado no es
sino la de un lector reducido a espectador, por otro lado esa cumbre del yo
tiene a menudo una dimensión paródica propia de saber, finalmente, que no se
trata más que de una pantomima. La excentricidad como rasgo saliente de la
subjetividad parece ser el renovado motivo poético en el inicio del siglo XXI
(8): una respuesta típica ante las carencias socioafectivas de una sociedad del
anonimato.
Llegados a este punto, ¿podríamos acometer la crítica
a una matriz poética específica sin afrontar, en primera instancia, el
cuestionamiento a unas prácticas hegemónicas? En el plano del análisis de esas
matrices, la tentación es doble: 1) aceptar la dicotomía que desde hace décadas se propone en España (o se hace
“poesía de la experiencia” o se hace “poesía metafísica”) o 2) aceptar
dicotomías equivalentes, que reafirman una división bipolar del campo poético,
en el que se jerarquiza el término denostado por la oficialidad (realismo sucio, poesía del silencio, poesía
de la conciencia…). Para
retomar uno de los argumentos centrales de La
experiencia de lo extranjero: “(…) sólo las excepciones a ese sistema
bifronte componen la poesía más viva que entre nosotros puede leerse hoy” (9).
La proliferación de rótulos genéricos no oculta la voluntad de domesticar la proliferación de singularidades poéticas que es, a mi entender, lo decisivo al
momento de reflexionar sobre lo poético (motivo por el cual este trabajo no
puede ser más que un prefacio para una crítica por venir).
La hipótesis alternativa que quisiera recordar, entonces,
avanza en otro sentido: no en la reivindicación de uno de los dos términos
dicotómicos, sino en la puesta en cuestión de esta economía binaria, que oculta
la heterogeneidad radical de la producción poética, esto es, la trama plural de
líneas de creación discursiva que englobamos bajo la rúbrica de “poesía”. Tras
la división bipolar lo que perdura es la aceptación de que sólo hay sólo dos modos de poetizar, suprimiendo del debate la
pluralidad efectiva de iniciativas estéticas. Análisis de esta clase no sólo
son escolares; excluyen de forma autoritaria los flujos poéticos que no encajan
en esta taxonomía ya de por sí cercenada.
Para el caso, más que apelar a un espíritu taxonómico
–que a lo sumo tiene interés como primera aproximación, pero que no nos exime
de un análisis de todo lo que hubiera de innovador, singular y valioso en cada
producción poética-, lo fundamental es seguir preguntándonos por la emergencia
de iniciativas poéticas capaces de subvertir una lógica del campo que, como he
anticipado, podría describirse en tres dimensiones interrelacionadas y
diferenciables: a) una dinámica atrapada por el desencanto ideológico, b) el
relativo desinterés con respecto al trabajo reflexivo de la forma y c) la
primacía social de la lógica de los clanes.
Desentrañemos mínimamente esas tres dimensiones. En
primer término, en nuestra actualidad se plantea la evidencia apabulladora de
una poesía del desencanto que no es monopolio de la poética oficial en
lo más mínimo. Incluso quienes se auto-representan como grupos alternativos (en
términos tanto estéticos como políticos), la expansión de este discurso es
notable y se hace manifiesto, ante todo, en un «imperativo de goce» dogmatizado,
como salida individual a una sociedad que se representa falazmente como
postideológica: puesto que no hay nada que creer, la única creencia sostenible
es la que condena todas. En un marco así, la lucha política cede su relevancia
a la lucha egoica por la consecución de un placer de por sí mitigado al
interior de un grupo de pertenencia. Dejando a un lado las inconsistencias
lógicas y políticas básicas que una postura así presupone, sus consecuencias en
los procesos de escritura poética son inequívocas. Ante todo, como desinterés
por el trabajo formal del poema como elaboración crítica. El efecto de
este desencanto, sin embargo, no debería describirse como mera «despreocupación
estilística»; más bien, se trata del desarrollo de un específico lenguaje de
filiación; esto es, de un lenguaje marcado que permite al sujeto
firmante inscribirse de forma explícita en determinado grupo poético y salir en
términos imaginarios, mediante este mutuo reconocimiento, del anonimato del yo
vivido como una condena.
Si esto es cierto, tal vez podamos explicar mejor la relativa
uniformidad estética que desde la década de los ochenta predominó en
España. Si bien desde hace una década esa relativa uniformidad no hace sino
estallar mediante la irrupción pública de poéticas diversas, marginadas o
emergentes, estamos lejos todavía de habernos liberado de un sistema de
clasificación bifronte en el que las poéticas que se “enfrentan” terminan
asemejándose entre sí, al centrarse ante todo en la descripción realista
(presuntamente no estilizada) de una experiencia pensada en términos
restrictivos. Una red de “motivos” tópicos reenvían a la cultura de la
resignación a la que venía refiriéndome: conectan al “desengaño” como vínculo
con la existencia. Tal
como analizó con detenimiento Chantal Maillard en Contra el arte y otras
imposturas (10), la
primacía de lo «kitsch» (como versión paródica del ideal vanguardista de fundir
«vida» y «arte») consagra una doble degradación: la eliminación de la
complejidad de la obra y su reducción a una suerte de souvenir de la
memoria. La celebración de lo efímero forma parte ya de una
«cultura de la globalización»:
Una cultura que lo fagocita todo y lo
devuelve empequeñecido, degradado, trivializado. Se adueña de las formas y las
devuelve simplificadas, estereotipadas, serializadas. La mentalidad kitsch lo impregna todo: hay
espiritualidad kitsch, intelectualismo
kitsch, ecologismo kitsch, etc. Vivimos inmersos en el
artificio, la artificiosa representación de lo que en otras épocas era genuino
(Maillard, op.cit.: 35).
La retórica alternativista no oculta esta
(contra)oficialidad que hace del desentendimiento de lo común norma de acción y
que, incluso, no se priva de parodiar lo que entiende como caduco: un horizonte
poético orientado por la crítica (filosófica, estética y política). Del mismo
modo que la voluntad de trasgresión es su marca ética, el uso de un lenguaje
precrítico es su signo inconfundible: el conservadurismo formal es,
simultáneamente, sustracción del cuestionamiento radical del mundo
histórico-social. ¿No es este discurso poético el que puede reconocerse de
forma transversal en distintas “escuelas” y “grupos”? ¿Y no deberíamos evitar
aquí el señuelo de la crítica ejemplar, cuando se trata de algo mucho más
arraigado en la poesía como práctica cultural? La arbitrariedad del juego de
inclusiones y exclusiones localiza los
desaciertos en un exterior puesto a distancia. Ello no sólo no contribuye a
dimensionar la magnitud del desastre sino, lo que es más significativo, omite
el vínculo extratextual entre determinadas poéticas y el modo en que se
distribuyen los capitales simbólicos en el campo poético presente.
Esta reflexión conecta a la tercera dimensión; esto
es, al modo hegemónico de construcción de vínculos poéticos basados en una
lógica cerrada, eminentemente endogámica, en la que la alteridad no tiene
lugar. Es precisamente esta condición monológica y dogmática la que nos
permite especificar el “clan” como modo hegemónico: lo que cuenta es el juego
de alineaciones. No es extraño entonces que quien no conozca el mapa (y no
digamos ya: quien lo cuestione de
forma radical) se “pierda el juego”, esto es, quede excluido de los bautismos
de la confesión y los rituales confirmatorios. En esta instancia, la distinción
entre «comunidad abierta» y «clan»
adquiere suma relevancia al momento de pensar distintas configuraciones
grupales. No estoy cuestionando, claro está, las relaciones de amistad y el
cultivo de «afinidades electivas» que, como en cualquier otra esfera de
actividad, se producen entre poetas. Es evidente que casi todos participamos en
grupos específicos y no hay nada ilegítimo en ello. Quienes cuestionan esas
pertenencias, sencillamente, reproducen la mitología purista del “artista
solitario” sustraído de la
mundanidad. La referencia a la “lógica de los clanes”, por el
contrario, remite a la construcción del propio grupo de pertenencia como
referencia exclusiva, absoluta y central para juzgar aquello que ha de
entenderse por «poesía válida» y a la distribución excluyente, jerárquica y
monolítica que hace de las oportunidades que dicho grupo gestiona en función de
un juego de lealtades personales. En otras palabras, un grupo se configura como
clan cuando pretende ejercer de forma autocrática el monopolio de la
legitimidad artística, negando la posibilidad de un auténtico diálogo con otras
posiciones poéticas. Por el contrario, llamo «comunidad abierta» a un grupo orientado
hacia pautas exogámicas, no sólo capaz de descentrarse en sus juicios
estéticos, sino que pone en práctica esa apertura crítica ante otras
posiciones estéticas. Es evidente que semejante política de la hospitalidad no
equivale a la aceptación de cualquier poética o a la celebración posmoderna de
cualquier diferencia estética sino más bien al reconocimiento selectivo de
otras poéticas que juzga valiosas y pertinentes.
Sobre este fondo, es fácil advertir que la primacía de
una lógica clánica en el campo poético supone no sólo una cierta hostilidad
ante la alteridad, a menudo manifiesta como indiferencia, sino una lógica
homogeneizante que, en el orden de la escritura, se hace manifiesta tanto en la
repetición de tópicos poéticos como, más en general, en el uso acrítico de un
lenguaje de filiación que reproduce ideológicamente lo que hay que cuestionar.
Por otro lado, al ceder a la presión de lo hegemónico, repite una tradición de
corte individualista que, no
obstante exaltar al “individuo”, lo realiena en clanes o tribus
poéticas concretas. No se trata de una auténtica contradicción: nuestra
formación social se reproduce instalando la hegemonía de un individualismo exacerbado
que, paradójicamente, subordina al individuo a la normalización. Lo “normal”, en esta cultura de la
dimisión, es la repetición de ciertos motivos hedonistas: la noche, la fiesta,
las drogas, el desenfreno sexual (a pesar de que ese “desenfreno” es más
fantaseado que real, fuertemente regulado por un hetero-sexismo imperante). En
esas condiciones, los límites de una vida aplanada, reducida al circuito
familiar, aparece como límite mismo de lo poetizable, desconociendo lo
que escapa a ese horizonte como extemporáneo.
Discurso, entonces, que al mostrar su desencanto
ideológico, se repliega en una intimidad separada falazmente del contexto
político, económico, social y cultural que la produce. Una intimidad
así significada conduce a un intimismo confesionalista que deja sin
elucidar las condiciones que producen los desgarramientos individuales, la
soledad recurrente, la necesidad de escape, el refugio en una sexualidad
efímera y la búsqueda desesperada de un excedente de placer que se fuga en el
momento mismo de obtenerlo. Lo poético, configurado de este modo, deviene
extensión del desencanto cotidiano: sólo cuenta lo propio, pero una propiedad que finalmente constata su vacío,
a fuerza de un yo exhibicionista que, a pesar de tener más medios que nunca
para mostrarse, apenas tiene algo que mostrar.
Como una maldición del sujeto, lo que un discurso de
este tipo tiene para ofrecer apenas es tenido en cuenta. En un mundo donde todo debe tomarse con la misma carcajada,
donde las utopías libertarias y socialistas suenan sospechosas o nostálgicas,
lo único que queda es el mercado de las provocaciones: la confirmación de que
ya no hay más que hacer o, peor aún, donde lo único que podemos hacer es
entregarnos obsesivamente al Goce (de todas formas denegado o postergado). Otra
vez: no se trata de oponerse a un cierto uso de los placeres, sino de
problematizar un hedonismo planteado como imperativo, especialmente, cuando el plus-de-placer se logra a fuerza de desconocer
el dolor (ajeno). Una postura así vacía el sentido mismo de la «alteridad»,
ligada a la producción de significaciones, valores y prácticas diferenciadas que
permitan sustraernos de un presente asfixiante.
El riesgo como parte constituyente de lo poético es
aquí confinado por una fórmula de reiteración que reafirma el juego de las
pertenencias, como si el “público” reclamara, ante todo, algunas señas de identidad. El ejemplo del
“nuevo perfomer” ayuda a comprender. Es de sobra conocido que los surrealistas
usaban las “perfomances” como puestas en acto de la extrañeza, incluso como
medio catárquico o estrategia de conmoción. El retorno a la dimensión corporal del discurso bien
puede formar parte del repertorio crítico de la poesía. Sin embargo,
¿no son las perfomances que dominan el presente formas de producir el cuerpo
como superficie del espectáculo? ¿Una manera de encubrir la insignificancia del
poema en tanto creación lingüística? El problema de este discurso sin palabras,
centrado en el enunciador, es que no tiene nada que decir. La opción por el yo
así modelado se convierte en ritual narcisista, en repetición de una risa
desencantada: el mensaje es la imagen del cuerpo espectacularizado.
Podríamos decirlo de otra manera: allí donde la
elaboración simbólica fracasa no queda más que un cuerpo cosificado. Porque lo
cuestionable no es hacer del cuerpo una superficie poética (algo que en
principio también el body-art hace
con resultados dispares), sino la conversión del cuerpo en recurso exhibitivo,
en un (pre)texto retórico para denunciar de manera efectista toda retórica
poética que no acepte el pacto con esta clase de discurso corporal. No queda
más que el golpe de impacto, como voluntad de dar fuerza a aquello que
estructuralmente no puede tenerlo: un discurso que prescinde del trabajo
simbólico, no sólo en el campo de lo formal, sino en el terreno de la
producción elucidada de sentido. Una poética que se exime de realizar una
crítica al lenguaje –condición para abrir también
a una crítica de lo real- no puede más que apelar a algunos tótemes: ante la repetición de lo fútil,
la «idolatría» expresa este movimiento hacia un «Sujeto» soberano, en el que se
toma la palabra bajo la tutela autorizante de un gran Otro que, por lo demás,
no existe. Una escena así, sin embargo, no da lugar a la metáfora: al no
aceptar la sustitución de los significantes, se reafirma en la literalidad de
un hedonismo ciego a la herida del mundo.
-IV-
En ese contexto
desacralizado que consagra como dogma dominante la imposibilidad de lo
diferente, proponer una restauración de la virtud (poética) es una trampa:
cifra en la elocuencia retórica la clave de lo poético, como si un perfecto
cadáver de palabras –dispuestas a partir de unas reglas simples de rima,
métrica y ritmo- fuera la summa deseada.
La restauración convierte la poesía en un museo que sólo puede tener interés
para los coleccionistas de frases bellas o aquellos que se dejan convencer de
que lo interesante ha de ser, por fuerza, solemne (11).
La crítica a ciertos tópicos
poéticos no tiene por qué convertirse en un llamamiento al orden dispuesto e
impuesto por los presuntos maestros de la palabra que serían los poetas. Es más
bien una interpelación a la pasión poética, al deseo de reconquistar,
como decía Paul Celan, el «balbuceo» –y digo balbuceo, no laconía, el
más habitual de sus simulacros-, como espacio en el que batallamos por decir lo
indecible, por transitar a través del lenguaje a una experiencia en la que se
batalla con el silencio, no para eliminarlo, sino para aprender a convivir con
éste. El balbuceo: aquello que se fuga en las grietas del lenguaje. Lo que no
puede ser más que tanteado. Una proclama o una declaración de principios
pertenecen al orden prosaico; el cultivo del desencanto no nos sustrae de ahí.
Es heterogéneo con respecto al abismo que balbuciendo tanteamos. En ese arte de lo imposible nos movemos. “La
poesía es la verdadera resacralización laica del mundo”, decía Juarroz en un
pequeño gran libro (12). Puede que en esta escritura nuestra opción sea
aprender a naufragar, a seguir aferrándonos a tablas astilladas, a los restos
de una pérdida primigenia. Siempre habrá otros que no aceptarán este
hundimiento y protestarán con fuerza ante el ejercicio de descentramiento que
esta escritura de la fragilidad exige. No es que sea impensable una poética del
yo; una vez más, lo problemático es el modo de construirlo en términos
simbólicos, el lugar –a menudo tan desmesurado como infantil- que este discurso
le asigna ante la geografía fracturada del mundo.
Quizás toda la labor poética
sea un largo aprendizaje del naufragio, esa entrega al hambre y al alambre, a
los pájaros y a las hondas. Sospechar la belleza es una operación necesaria;
convertir en doctrina lo feo -el feísmo- puede incluso ser interesante. Pero
eximirse de atravesar por esas
experiencias no es ninguna osadía. No deja de resultar llamativo que en nombre
de la experiencia sea tan fácil perder de vista su radical heterogeneidad,
reduciéndola a sus formas más estereotipadas y normalizadas.
-V-
Dicho lo cual, resulta claro
que el efecto de este desencantamiento no es otro que el de un abrupto
aplanamiento del horizonte experiencial (13), sin por ello poner en crisis el
principio de autoridad. Su relativismo estético -que le permite tolerar la coexistencia indiferente de
poéticas antagónicas entre sí- no es impedimento para absolutizar su universo.
A pesar de un cierto pluralismo en germen que podría generar las condiciones de
un debate crítico, capaz de determinar los límites de lo aceptable y la
conciencia de los límites, se refugia en una posición que prescinde de todo
criterio que no sea, estrictamente, un criterio de gusto. El esteticismo así
constituido –esto es, la «soberanía del gusto»- da paso a una peculiar
paradoja: aquello que no comulga con las preferencias propias es ignorado sin
más.
De forma contradictoria, en
este discurso desencantado sobrevive el encantamiento del “yo”. La estrategia
más habitual no ahorra en esa extraña inversión que hace de la carencia una
fortaleza. De ahí su anti-intelectualismo militante que repudia abiertamente
todo acto de escritura que no se ajuste a sus patrones de transparencia,
simplicidad, literalidad, estilo directo y sentido común. Que lo poético en
otras prácticas estéticas sea la experiencia de la ruina (de los códigos, de
las falsas evidencias, de lo sabido) no parece desestabilizar en absoluto ese
núcleo anti-intelectualista que pone bajo sospecha aquello que no comprende. En
vez de leer ahí una ocasión de aprendizaje, se limita a prejuzgarlo como
retórica oscurantista. En última instancia, la lógica de la interrogación –requisito
de toda crítica- perturba el estado vegetal que se anuncia como nuevo nirvana
etílico. El imperativo de esta posmodernidad estética es anti-kantiano: atrévete a no pensar. En este circuito lo problemático es
problematizar. No pensar es acceder al goce y ese acceso es lo único que a
partir de ahora interesa. Que ese atrevimiento sea ceguera ante el otro apenas cuenta; que
históricamente el anti-intelectualismo tenga una raigambre totalitaria (ocupada
en hacer impensable otro mundo y otra
existencia) tampoco parece resultar demasiado perturbador… siempre que nadie lo
recuerde. De ahí que la lógica clánica sea el modo “funcional” por excelencia:
quien no comulgue con lo propio es excomulgado de la polis poética (contra)oficial.
Ya en 1947, tras la
devastación de la segunda guerra mundial y las secuelas persistentes del
nazismo, Adorno y Horkheimer nos advertían: “Así como la prohibición ha abierto
siempre camino al producto más nocivo, del mismo modo la prohibición de la
imaginación teórica abre camino a la locura política” (14). Quizás la locura
política contemporánea no sea otra que la aceptación resignada de lo existente,
lo que es decir también: la inmolación
generalizada. Ante ello, cabe preguntar si el rechazo de la imaginación
poética en tanto creación crítica no termina convirtiéndose en una “prohibición
nociva”. Para formularlo de otra forma: ¿qué implicaciones vitales tiene este
atemperamiento del impulso que cuestiona lo heredado, especialmente en el
contexto de un capitalismo globalitario que arrasa millones de vidas? ¿Qué consecuencias
arrastra con respecto a un proyecto de autonomía individual y colectiva? En
este sentido, las consecuencias políticas de esta declinación son diversas y
aunque no puedo detenerme en su examen exhaustivo, globalmente plantean un
problema de primer orden (15).
Para limitarnos al campo
poético, podríamos decir que la prohibición de la imaginación poética abre
camino a la impostura performática: el “neo-malditismo” profesado forma parte
de esta actuación estelar que se con-forma con lo existente. El gesto del infant terrible, en pleno adormecimiento
ante la masacre diaria –proyectada en una pantalla de plasma- es funcional al régimen
de los privilegios que sostienen –aunque de forma residual- a las sociedades
europeas. La escritura poética ya no es significada como gasto, sino como reclamo
(publicitario). Saber-venderse es la máxima de la poesía como espectáculo,
más o menos circense, que el oyente/lector, según la soberanía del gusto,
deberá adquirir en el escaparate de las mercancías culturales de élite.
“Intégrate al clan o no
serás” es la apuesta estratégica que con probabilidad favorecerá el acceso privilegiado
a una “vida maldita”: vivir sin someterse a las penurias corporales del trabajo
asalariado, pasearse por los circuitos de recitales “alternativos” (¿con
respecto a qué?), visitar cuanto “sarao” exista, participar en la saga de las
antologías (casi siempre tan arbitrarias como las categorías de poesía que las
sostienen [16]), multiplicadas al ritmo de la “nueva poesía” (como si lo
poético fuera susceptible de reducirse a una cronología), sumarse al estrés de los viajes de presentación de
libros publicados antes de ser escritos (y no digamos ya reescritos), en tanto
“oportunidad” profesional y personal de contactación en la que no cabe
descartar una espléndida noche de sexualidad poética.
La conclusión es clara: el
neomalditismo es vida integrada, producto de una desigual distribución
de las oportunidades simbólicas y materiales. El marketing agresivo del yo es
síntoma de un deseo de reconocimiento inmediato que, sin embargo, no se
interesa por el otro que podría reconocerlo. No es extraño que el tumulto sea
parte del espectáculo: una “multitud de seres excepcionales” (como ironizaba
Gombrowicz) demandando un reconocimiento que
no está en condiciones de dar. Ante esa dificultad, el elogio o la
adulación de los enunciadores son buenos sustitutos de una evaluación rigurosa
de los enunciados.
La editorial “propia” y la
proliferación de soportes tecnológicos de “universal acceso” –a condición de
acceder a la tecnología misma y a sus claves de uso- es parte del síntoma: la
impaciencia más absoluta ante el propio anonimato. Al fin y al cabo (suele
decirse) “la tecnología democratiza”. Más allá de esa ilusoria igualdad
virtual, lo que está en juego es la voluntad de distinción que no está
dispuesta siquiera a atravesar la instancia onerosa de la (re)escritura capaz
de (auto)cuestionarse. Lo que queda es “forjarse un nombre” a fuerza de golpes
de efecto, producción de una marca, ocupar los espacios para que no los ocupen
otros, garantizar la presencia continua, construir el yo como pauta
publicitaria. “Operación triunfo” bien podría ser el nombre de este lanzamiento
impúdico de estrellas en el firmamento oscuro de la “poesía eterna”, otro de
los mitos de las industrias culturales dominantes. Al final, lo que se juega es
el éxito vacuo -el “instante de fama” del que hablaba Andy Warhol- de un nombre
de (no) autor que se diluirá en la irrelevancia de una escritura desnutrida. Y
si se objetara, contradiciendo sus aspiraciones, que todos finalmente estamos
destinados a la disolución (algo que no podemos sino reafirmar) otra vez
tendríamos que señalar que no toda disolución es equivalente.
-VI-
Preguntarse cómo podríamos
participar en un proceso de cambio colectivo sin alterar esta fisonomía de la subjetividad,
aturdida por el propio eco, no es algo que pueda postergarse. La “poesía” o incluso
la “literatura” mal podría incidir en otros campos sociales si se limitara a
reproducir sus pautas exitistas, prescindiendo del examen de sí. Reinventar la
sociabilidad sin reinventarnos a nosotros mismos no sólo es inviable: reduce lo
social a un teatro (o a una representación) en el que los “actores” ya estarían
constituidos. Una concepción así, sin embargo, desconoce la condición
constitutiva del lazo social: traza una relación instrumental con los otros.
Que en esta “escena” algún poeta se anuncie como showman no sorprende. Forma parte del mercado presentado como
“alternativo” –bastante precario por lo demás- que tampoco repara en ceder a la
“modernización” económica, esto es, en incorporar dócilmente el discurso
capitalista en la práctica del funcionamiento editorial “independiente”,
incluso bajo la nada novedosa planificación estratégica.
En este sentido, incluso
para quienes consideramos que la mercantilización de la “obra de arte” que
producen las industrias culturales no es un fenómeno reciente, lo que inquieta
no es solamente la orientación (frustrada) al lucro, sino la omnipresencia de
la lógica de la mercancía en el mismo proceso de creación poética y la más
descarada despreocupación por el valor tanto estético como político de esas
creaciones. Para resumirlo en términos de Milán (17):
Lo que ha ocurrido
realmente, aunque en apariencia resulte lo contrario, es una nueva sumisión del
arte al estatuto social, frente a una sociedad del desencanto y del simulacro,
un arte igualmente desencantado y simulador. Si bien apostar por la utopía
histórica resultó la mayoría de las veces una caída abismal en el
totalitarismo, desoír las lecciones de la experimentación y del rigor que nos
legó lo mejor de la vanguardia es igualmente suicida.
Aunque es evidente que esta
constatación no nos exime del examen crítico de una producción poética
singular, de forma genérica la producción poética que domina la escena se
ajusta estrictamente a esta descripción: arte desencantado y simulador.
¿No es, precisamente, el efecto que cabe esperar ante la hegemonía de una
cultura de la resignación que puesto que ha desistido de cambiar el mundo se
auto-impone acomodarse a él?
No
es tiempo, sin embargo, de concluir. Quizás sí de plantear un debate y abrir
espacio para una interrogación de
nosotros mismos. Por lo mismo, lo antedicho no tiene otra pretensión que la de
construir una aproximación tentativa, necesariamente incompleta, a una realidad
poliédrica. No basta señalar una cierta obstrucción de la crítica en el campo
poético si no determinamos, simultáneamente, la génesis de esa obstrucción. Dicho
de otro modo: esa obstrucción no es sino un síntoma
–un efecto sobredeterminado- de un modo hegemónico de producción cultural. Ello
supone rebasar estrictamente un análisis del campo, para inscribir las
prácticas poéticas en condiciones históricas más amplias: las que remiten a una
cultura hegemónica de la resignación, ávida de goce dentro de los límites dados
de una experiencia vital cercenada.
Como
he procurado mostrar, si bien dicho análisis cultural no nos exime de nuestras
responsabilidades ético-políticas, permite comprender ciertas modalidades del
campo poético actual, particularmente su declinación tendencial del ejercicio
de la crítica, tanto en la producción
como en la recepción poéticas. La
primacía de un discurso del desencanto conduce, en este punto, a una
reivindicación del sujeto convertido en mónada,
atrapado en una lucha por la distinción que demasiado a menudo compromete un
juego de pleitesías y abdicaciones inaceptables.
Para
articular de forma esquemática el planteamiento inicial: la reproducción de
clanes poéticos es consecuencia del afán de supervivencia dentro de un contexto
político-cultural que oblitera la alteridad. De forma paradójica, el individualismo
acérrimo culmina en una realineación del sujeto: ante la creciente percepción
de fragilidad universal en una sociedad del anonimato, este «individuo»
convierte su grupo en refugio cerrado, búnker en el que construir una identidad que siente amenazada.
La búsqueda de reafirmación se hace visible, en el plano escritural, a través
de un lenguaje de filiación que se manifiesta en la repetición de unos tópicos o lugares comunes que sustraen este tipo de producción poética del
trabajo de la crítica. Esa
sustracción tiene implicaciones estilísticas importantes; ante todo, la demanda
de una «estética de la transparencia».
En síntesis, el escepticismo radical se transforma en
la celebración acrítica de una estética vacua que, a la par que consagra el
relativismo como credo abstracto, se aferra de forma absoluta a su
particularidad. Es desde ese horizonte como mejor podemos entender el
oportunismo de posiciones semejantes: lo que cuenta es, ante todo, un asunto de
reconocimiento por todos los medios.
El inconformismo con respecto al mundo social se convierte en inconformismo
ante la falta de reconocimiento del yo. En vez de contribuir a la producción de
una ruptura tanto estética como política, repite el círculo de la transgresión. La
mímica del escándalo, pues, ha desplazado el espacio para un auténtico «acto»:
da lugar a «actuaciones» poéticas en las que la falta de osadía crítica es
suplida con una dosis de excentricidad.
Si esto es así, la condición de posibilidad de una
«crítica literaria» es la crítica misma a unas prácticas poéticas que dan por presupuesto aquello que hay que
demostrar: no sólo la validez de ciertas «categorías poéticas» sino también
la validez de una división poética bipolar que excluye lo más relevante de la
producción poética actual. Si bien desde hace tiempo esa división ha estallado,
la persistencia de clanes poéticos parece ir en otra dirección: la del
reforzamiento de unas fronteras que apuntan no sólo a la consagración poética
de sus miembros, sino también a la exclusión de todo(s) lo(s) demás. Con ello,
se plantea una lógica homogeneizante de la escritura que reproduce de forma dogmática
un específico lenguaje de filiación. El abandono de una crítica del lenguaje,
por lo demás, contribuye a un bloqueo más radical: la posibilidad de cuestionar
los límites del presente. El goce egoico del reconocimiento es,
simultáneamente, desconocimiento de un mundo herido.
Semejante situación provoca efectos devastadores sobre
la misma significación de la «experiencia», reducida a unas pocas vivencias privadas
sustraídas de toda (auto)reflexividad y separadas de forma inválida de sus
condiciones de existencia. Lo que cuenta son las señas de identidad, incluso si esas señas se presentan como
“alternativas”. Una experiencia así recortada, como procuré argumentar, tiene
implicaciones no sólo en la crítica literaria al uso o en la lectura crítica de
los discursos poéticos: borra la dimensión crítica de la producción poética
dominante.
Una vez más, es preciso remarcar que estas formas
artísticas no agotan el campo poético actual. Constituyen observaciones de
índole general que deben ser matizadas a partir de resistencias efectivas y
activas. Nadie está fuera, pero también
es posible procurar estar dentro de distintos modos. ¿No deberíamos, entonces, intentar
movernos donde el juego incomoda, admitiendo que sustraerse retóricamente del
juego ya es parte de este juego? Procurar sostener una posición en exilio no tiene nada que ver con irse a otra parte o
desistir de la
escritura. Es impulsar el descentramiento tanto poético como
ético, a partir del cuestionamiento del juego de la autoridad.
Otra poesía no sólo es posible: forma parte de una realidad que
se produce en los márgenes de la producción discursiva dominante. El reconocimiento público que en ocasiones
obtiene esta otra poesía,
sin embargo, no tiene que inducirnos a engaño. Puesto
que estamos dentro, nuestra salida sólo puede construirse desde las grietas.
Una crítica por venir es la exigencia de esa otra poesía que ya está
aquí. La hospitalidad ante esa poesía es, también, la hospitalidad ante otro
mundo.
Arturo Borra
(1) En otro nivel habría que
interrogar los presupuestos éticos de la crítica anónima. Por definición, el
discurso anónimo es aquel que no tiene que responder por lo que dice. Esta
peculiar irresponsabilidad ¿no abre camino habitualmente
al juicio dogmático que se sustrae del lugar precario en el que sitúa a sus
“objetos” (d)evaluados? Y como práctica, ¿qué vínculo plantea con respecto a una
más que pertinente osadía
intelectual?
(2) Lo dicho no niega que
dicha estrategia sea necesaria ante la evidencia de una práctica ilegítima,
como por ejemplo la concesión irregular de un premio. De hecho, he participado
en varias de estas denuncias. Lo que sí pongo en cuestión es que esa estrategia
sea válida al momento de analizar una problemática transversal.
(3) En “Diez preguntas sobre la urgencia: una
entrevista a Eduardo Milán”, en periódico Rebelión,
04-01-2012, versión electrónica: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=142351.
(4) Gilles Deleuze y Félix Guattari (1978): Kafka, por una literatura menor, Era,
México, p. 98.
(5) Desde esta perspectiva,
si nos siguen resultando de interés escritores como el Marqués de Sade o Henry
Miller ello se debe no tanto a su carácter transgresor, sino a su
capacidad para subvertir determinadas normas relativas a la sexualidad,
la moralidad o el sentido del “buen gusto”.
(6) La (carencia de)
resonancia no es prueba de valor. El «valor estético», aunque carece
de «objetividad», no es un asunto de
“psicología de masas”: si bien todo valor se produce en específicos juegos de
poder, ello no niega que su «validez» remita a un campo de intersubjetividad en
el que la crítica puede y debe jugar un papel insoslayable.
(7) Slavoj Zîzêk (2004):
“Lucha de clases o posmodernismo? ¡Sí, por favor!”, en VVAA, Contingencia, hegemonía, universalidad (2004), FCE, Argentina, p. 132.
(8) No se trata de
argumentar contra la necesidad (subjetiva) de cierta autodestrucción; al fin y
al cabo, puede que vivamos en un tiempo en el que un mínimo de escapismo
resulte irrenunciable. Sin embargo, confundir necesidad con virtud no puede
sino conducir a nuevas confusiones.
(9) Miguel Casado (2009): La
experiencia de lo extranjero, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 84.
(10) Chantal Maillard
(2009): Contra el arte y otras
imposturas, Pretextos, Valencia, p.
33.
(11) Este virtuosismo
forma parte del mito de la poesía como técnica; aunque ese mito todavía goza de
un cierto prestigio –piénsese en los que aún hablan de “poesía pura”, de
“auténtica poesía”, de “poesía verdadera”-, apenas podría explicar el temblor
de un poema. No nos permite comprender por qué un poema formalmente impecable
puede dejarnos en el más indiferente de los estados. Que hay una dimensión
técnica y retórica en lo poemático es innegable; que el efecto estético se
reduzca a esa dimensión es completamente diferente.
(12) Roberto Juarroz (2000): Poesía
y realidad, Pretextos, Valencia, p. 32.
(13) Queda por indagar en
las condiciones histórico-locales de producción de ese desencanto, incluyendo
el «franquismo» no sólo como régimen político, sino también como proceso
cultural.
(14) Theodor Adorno y Max
Horkheimer (1997): Dialéctica del
Iluminismo, Sudamericana, México, p.
9.
(15) Remito aquí a las reflexiones realizadas por
Cornelius Castoriadis (1997): El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires.
(16) Aquí deberíamos incluir categorías al uso como por ejemplo el
de poesía femenina o poesía
joven, como si la “feminidad” o la “juventud” fueran virtudes metafísicas
independientemente a la calidad de la producción poética. A menudo, poesía femenina significa también poesía feminista, lo cual resulta mucho
más interesante cuando logra desplazarse de la norma «heterosexista». Por su parte, poesía joven explota
la imagen del enfant terrible (del que Rimbaud sería su adalid), como
si la juventud fuera portadora esencial de algún valor intrínsecamente superador
y emancipador.
(17)
Eduardo Milán (2004): Resistir.
Insistencias sobre el presente poético, Fondo de Cultura Económica, México,
p. 60.
*Imágenes de Parkeharrison
12 comentarios:
inteligente, agudo, perforativo, autónomo, analítico, proposicional, un ensayo necesario desde donde dialogar por ese espacio público de la producción cultural, de la lectura y la escritura, de lo político y lo artístico. Aciertas en los planteamientos, en los puntos conflictivos y en desmontar las trampas y mediocridades de una sociedad poco auto-crítica y excesivamente auto-complaciente y banalizadora de los asuntos en donde nos jugamos la calidad y dignidad de vida, comunicación, justicia y belleza, razón y compasión.
Ciertamente, los primeros responsables de la situación de la poesía en España es del amplio colectivo de poetas que desdeñan lo mejor por lo mediático, lo auto-terapéutico o lo meramente vacuo e ingenuamente ciego a la realidad y sus urgentes heridas.
Salud, compa!
Muy de acuerdo, querido Arturo, con este extenso y tenso texto. Tiene mucha miga y hay abiertos muchos frentes, a cuál más jugoso. Yo querría entrar y hacer hincapie en el mercantilismo que impera en el nucleo cultural que maneja los usos y costumbres de las gentes. Sea en un medio de masas como un televisor, sea un libro, o cualquier plataforma, usada sin miramientos para la doctrinación, cosa que entendería más que el simple entendimiento de la cultura como un modo de lucro. Hace tiempo que la cultura está privatizada, por lo que su regla de oro es el beneficio. Ha de ser así, pues es su único modo de subsistencia. Vemos mal las subvenciones en cultura y si seguimos así, veremos mal todo lo público, sin darnos cuenta que somos todos nosotros ese "público". Yo creo que todo es reflejo de lo que somos, como sociedad, no como individuos y que cada vez suenan más voces que se apartan de la cantinela de siempre y enseñan otros modos. Esa es la forma, saber qué somos y ejercer sobre ello.
Un saludo.
Gracias Víktor por leer y valorar así este texto. Por mi parte, quería ante todo contribuir a un debate que siento necesario y que está ligado ante todo a nuestro vínculo con la crítica. No es un debate novedoso y este mismo cuestionamiento ya fue planteado de diferentes modos por otros. Pienso por ejemplo en la ejemplar crítica de "Alicia bajo cero" por citar un caso. Por mi parte, no hice sino retomar un impulso que me precede.
Aun así, me parece que estamos en un tiempo de autocomplacencias y, sobre todo, de autoreferencialidad insoportable.
No me hago demasiadas ilusiones. Una intervención relativamente aislada no va a modificar ese estado del campo, pero puede que articulando diversos planteamientos seamos capaces, al menos, de interrumpir un mutismo llamativo.
Va un fuerte abrazo,
Arturo
Gracias José Antonio por pasarte por aquí. Soy conciente de que este texto contiene más preguntas de las que podría contestar y de hecho, eso me he propuesto. Intentar abrir un debate, improbable, es cierto. Uno confía en que lo imprevisible a veces ocurra. Pero eso no es cosa que podamos controlar.
En cuanto al hincapié que haces no sé ti comprendo bien. Que hay actitudes mercantilistas imperantes en el arte y en la producción cultural en general es innegable, propio de un proceso de privatización de las funciones culturales especializadas. Pero no entiendo si defiendes esa privatización como “modo de subsistencia” o si, por el contrario, consideras que es preciso combatir la mercantilización. Hasta donde entiendo, la idea de “subvención” rebasa lo privado: está ligado a aquello que se considera de interés público. De ahí mi defensa de esa política, en la medida en que se gestione de forma transparente, con criterios públicos, desde pautas de rectitud ética y profesional y no como nicho de nepotismos, amiguismos y otras corruptelas.
Como bien dices, el campo poético muestra lo que somos. Pero puesto que ese “ser” no es nada unitario, afortunadamente, también se van gestando voces críticas, que no se conforman con constatar el desastre y reservarse un lugarcito entre los que acaparan los privilegios de una sociedad de clases.
Muchas gracias por participar.
Un cálido saludo,
Arturo
Enhorabuena y por el artículo, muy interesante el análisis de la situación poética a nivel creativo y de crítica actual. Me ha llamado la atención. Hace poco he leído también otro artículo donde se realiza una aproximación al estado de "confusión" de la poesía hoy en día, , Hacia una poética de la Sobremodernidad. Dejo el enlace por si tenéis interes:
http://www.issuu.com/revistanuevagrecia/docs/nueva_grecia_n_2_-_primavera_2013?mode=window
Gracias Alejandra, por comentar y por el enlace, que miraré no bien pueda. Me alegra que te interese el artículo. Intenté hacer una crítica sobre el estado actual de la crítica en el campo poético a varios niveles. Seguro que es preciso hacer nuevas precisiones, pero valga esta intervención para retomar una cuestión bastante espinosa.
Gracias otra vez y un saludo,
Arturo
Solamente he aprovechado media docena de ideas de este hipertrófico texto. La crítica debe ser científica y concreta, pero los poetas, puestoa a ella, siguen haciendo poesía, esto es una frondosidad llena de analogías y figuras retóricas. Pero, insisto y resumo, hay varias cosas muy interesantes y agudas (que podían haberse condensado en un folio)
Desde luego Audre Geraldine Lorde la calificación que haces de mi texto no sólo no es "crítica científica y concreta" sino que reafirma lo que venía sosteniendo de los juicios anónimos... De todas formas, ¿por qué una crítica debería ser "científica y concreta"? Semejante presupuesto debería estar mínimamente argumentado como para ser evaluado…
Por lo demás, si has rescatado media docena de ideas me doy por satisfecho... Convendrás conmigo que ya es bastante tener una idea… También me pregunto qué texto no está lleno "de analogías y figuras retóricas". Vaya teoría del texto que manejas...
Agradezco finalmente esas "varias cosas muy interesantes y agudas (que podían haberse condensado en un folio)". Quizás estoy pidiendo mucho, pero dada mi incapacidad de hacer esa condensación, me encantaría que la hagas tú y luego vemos el resultado. ¿Te animas? Estaré eternamente agradecido...
En cualquier caso, gracias por tomarte el trabajo de leer este texto “hipertrófico”.
Saludos,
Arturo
El artículo es agudo. Lástima la falta de debate.
Saludos amigo mío,
L.
Gracias Leonardo. Falta de debate decís. Es cierto; otro signo de lo que nuestro presente margina.
Nos falta el arte de dialogar. Pero las piedras están ahí. Y quizás alguien sienta que le pega en la frente.
Gracias por pasarte y un abrazo,
Arturo
Bueno, dije .. Estoy buscando exactamente el mismo puesto que yo tengo en el blog, no estoy seguro de si alguien puede que me haga saber, es su modo de reservar
lo siento Callyourescort, pero no comprendo tu mensaje...
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