viernes, 9 de enero de 2009

«La poesía y la guerra» - Arturo Borra





















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“Los indios shuar, los llamados jíbaros, cortan la cabeza del vencido. La cortan y la reducen hasta que cabe en un puño, para que el vencido no resucite. Pero el vencido no está del todo vencido hasta que le cierran la boca. Por eso le cosen los labios con una fibra que jamás se pudre”.

(“Celebración de la voz humana /1”, E. Galeano, El libro de los abrazos).


La poesía no detendrá la guerra. Como nos advertía hace algunas décadas el filósofo Cornelius Castoriadis sólo la propia humanidad puede hacerlo. Un poema no detendrá las balas: sólo nuestras decisiones humanas pueden evitarlo. Como en el célebre poema “Confianzas” de Gelman, donde el poeta se interroga acerca de su escritura, la impotencia poética (y artística) ante la guerra y otras realidades políticas y sociales es flagrante. Podría, desde luego, indicarse que la poesía, cuando se compromete abiertamente con la paz, transforma nuestras conciencias, pero otros dirán que sólo los ya convertidos mostrarán sensibilidad ante aquella (reducida, en ocasiones, a sola plegaria). Producir sentidos críticos no detiene la acción cínicamente homicida: ellos saben del daño que imparten y no se detendrán a pesar del saber. A un poder se lo detiene con un contrapoder, no con reivindicaciones normativas tan legítimas como ineficaces ante el uso ilegítimo de la fuerza. Si no se detienen por los ríos manchados de sangre mucho menos lo harán por los ríos de tinta.

Todas estas parecieran razones de más para no proseguir escribiendo contra la guerra o los efectos sufrientes que produce; al menos, para desvincularse éticamente de la obligación de escribir dichos poemas, puesto que lo poético no es en absoluto un modo de resolución de conflictos políticos ni mucho menos militares. Podemos pronunciarnos a favor de los armisticios, de los acuerdos normativos multilaterales, de las negociaciones políticas, en suma, del diálogo intercultural, pero ninguna racionalidad comunicativa, ni mucho menos ninguna poética dialógica constituye un serio obstáculo para los señores de la guerra. Más aún, nadie está obligado a leer a los cronistas de guerra notificándonos la muerte diaria (más o menos indiscriminada), a escuchar a las organizaciones humanitarias denunciando los vergonzantes incumplimientos de los tratados internacionales o incluso a manifestarse por la paz. Así pues, los medios que están a nuestro alcance parecen ser, a pesar nuestro, de escasa (cuando no nula) eficacia política. Habría incluso que señalar que escribir al respecto no predefine su valor estético: a menudo, esos poemas no constituyen auténticas aportaciones artísticas y ni siquiera permiten ampliar el conocimiento que tenemos sobre esa realidad drástica. Asimismo, escribir sobre la guerra no nos hace, en términos morales, necesariamente mejores e incluso no faltan ocasiones donde esos mismos poemas son utilizados para hacer simbólicamente rentable una poética, situándola en el campo de la "poesía comprometida".

Y sin embargo, ¿qué seríamos sin esa multiplicidad de pronunciamientos críticos, sin esta interrogación por el derecho, sin la reivindicación de la igualdad de la condición humana, sin el reclamo persistente de justicia? ¿Qué sacrificaríamos de nuestra identidad si desconociéramos al otro, si nos despreocupáramos de su existencia digna o nos resultara indiferente su dolor?

Tienen razón nuestros detractores cuando alegan que con la poesía no detendremos la guerra. Es más: admitamos que no parece ser más que un ejercicio catárquico, esto es, una forma de descargar nuestra rabia legítima. Algunos arriesgan más: toda la prolífica producción poética que gira en torno a esa problemática no parece ser más que una manera de tranquilizar las conciencias. En efecto, hay catarsis de nuestra rabia. Pero, ¿se trata de una catarsis tranquilizadora, que nos consuela pensando que ya hemos hecho nuestra parte al tomar parte? ¿Podría tranquilizarse alguien con un mínimo de lucidez escribiendo poesía antibelicista, cuando no abiertamente pacifista? Sería sin dudas una muestra de humana estupidez, tan habitual en nuestra época deshumanizante. Con todo, esa rabia dice algo de nosotros: escribir contra la guerra no detendrá las bombas, pero puede que me detenga a mí, que sacuda la consciencia de la impotencia y cuestione el reconocimiento resignado de la imposibilidad de hacer algo. Incluso cuando no lográramos cambiar ciertos acontecimientos traumáticos, escribir es, en primer orden, movilizar mi ser: intranquilizarme lo suficiente como para actuar en otros órdenes de la práctica, a pesar de la insuficiencia de esas intervenciones (incluso en el plano colectivo). De hecho, rara vez una movilización masiva logra detener la guerra (y digo la guerra pero siempre es una guerra específica: Irak o Palestina, Afganistán o Georgia –sobre la que se ha dicho casi nada-, Congo o Sudán –sobre las que se ha dicho menos todavía- y tantas otras guerras olvidadas). Así pues, aunque se movilice la mitad de la población mundial hay un muro habitualmente infranqueable: las “razones de estado” aducidas, la invocación del estado de excepción, el llamamiento a las causas justas (pretexto mediante el cual se baña de sangre la tierra) e, incluso, y más dramáticamente, el apoyo de la otra mitad, que suele aplaudir las aplastantes manifestaciones de superioridad militar, sin ahorrar en maniqueísmos.

Ahora bien, si la poesía no detuvo ni el genocidio ni la barbarie incluso de los que se proclaman a sí mismos civilizados, si la poesía no impide la drástica realidad del crimen de estado y del estado del crimen (que incluye, desde luego, grupos para-estatales), ¿para qué escribir o seguir escribiendo sobre y contra la guerra?

Un principio de respuesta ya está insinuado: para alertarnos de nuestras propias anestesias y seguir persistiendo en nuestras demandas de justicia, a pesar de (o precisamente por) ser desoídas. Nada nos impide imaginar que puede haber un tiempo porvenir en que ya no sea necesario escribir este tipo de poemas. Sin embargo, ¿podrían alcanzar estos móviles subjetivos para justificar la existencia misma de esta clase de poemas? ¿No resultan radicalmente insuficientes, cuando lo que hay que frenar son los tanques? En última instancia, los estados –o mejor dicho, sus líderes, esto es, los que toman las decisiones cruciales para acelerar o frenar las matanzas, en alianza a las industrias bélicas en pleno auge a pesar de la crisis económico-financiera mundializada- son los responsables principales de esas decisiones (que otros, desde luego, ejecutan reconociéndoles su autoridad).

¿Para qué entonces, si a pesar de tantas páginas memorables contra la guerra -comenzando por las de Tolstoi o Trumbo- no han logrado evitarla? Dicho más claramente: la efectividad política de lo poético (y lo literario en general) es escandalosamente limitada, al menos ante las escenas de destrucción que se repiten en la historia humana. La literatura y las plegarias, las crónicas y las movilizaciones no alcanzan. Son absolutamente insuficientes ante las máquinas de guerra. No obstante, como prácticas sociales específicas, contribuyen a la necesaria articulación de una promesa colectiva sino de reconciliación, al menos de pacífica coexistencia social. Desde luego, nada de ello anuncia una sociedad sin conflictos, pero señala una dirección distinta para gestionarlos.

En suma, subestimar estas aportaciones finitas pero valiosas es renunciar a nuestra capacidad de intervención crítica en las condiciones del presente, sea en términos individuales como grupales. Detrás de ese renunciamiento lo que se esconde es el sacrificio propiciado por los intereses -más o menos espurios, más o menos inconfesables- de nuestros mandatarios. También hemos dicho que sólo la propia humanidad puede detener esas máquinas; sólo manos humanas pueden evitar el disparo. Y ahora es tiempo de agregar: que cuestionemos de diversas formas los discursos legitimistas, aunque no alcance para desmontar esas máquinas, puede erosionar su eficacia desmovilizadora, limitada a significar la guerra como una fatalidad, un camino inexorable ante el presunto mal absoluto del Otro. Es dar batalla simbólica a la lógica de la guerra; es luchar contra la reducción de todas las luchas ideológico-políticas a la gramática del enfrentamiento militarizado (incluso el que invoca, practicando el terrorismo de estado, la guerra contra el terror).

Digámoslo, por si quedara alguna duda, con Juan Gelman.

Confianzas

se sienta a la mesa y escribe
«con este poema no tomarás el poder» dice
«con estos versos no harás la Revolución» dice
«ni con miles de versos harás la Revolución» dice
y más: esos versos no han de servirle para
que peones maestros hacheros vivan mejor
coman mejor o él mismo coma viva mejor
ni para enamorar a una le servirán
no ganará plata con ellos
no entrará al cine gratis con ellos
no le darán ropa por ellos
no conseguirá tabaco o vino por ellos
ni papagayos ni bufandas ni barcos
ni toros ni paraguas conseguirá por ellos
si por ellos fuera la lluvia lo mojará
no alcanzará perdón o gracia por ellos
«con este poema no tomarás el poder» dice
«con estos versos no harás la Revolución» dice
«ni con miles de versos harás la Revolución» dice
se sienta a la mesa y escribe


¿Entonces?

Ni con miles de versos haremos la Revolución ni tomaremos el Poder; no cambiaremos la humanidad, no la haremos desistir de su atrincheramiento ante los otros. Y, sin embargo, seguimos escribiendo: para dar testimonio de las fosas, para denunciar la aniquilación, para interrogar los modos en que cimentamos nuestro bienestar y nuestra inmovilidad ante el dolor ajeno. Podríamos ser más concisos: para seguir luchando, a través de la palabra, puesto que, como dice Galeano, “el vencido no está del todo vencido hasta que le cierran la boca”.

Nuestra escritura, sin embargo, no se contenta con escribir: quiere derrotar nuestra pasividad, triunfar sobre la desactivación de la protesta que no se consuela con quedarse en sola protesta, cuestionar la separación de poesía y vida social, imaginar otras respuestas deseables, sumarnos como ciudadanos a una lucha simbólica (pero no menos real) ante la que nuestra impotencia es síntoma de la radical concentración de las decisiones públicas, de la enajenación de los estados con respecto a una parte significativa de las sociedades que dicen representar (al menos, en el contexto de las democracias representativas). Y es, también, síntoma de nuestro deseo de no querer participar en la guerra como espectáculo mediático, de resistirnos a presenciar de forma silenciosa la masacre generalizada, de negarnos a aceptar la reducción del crimen a una estética siniestra, que no duda en embellecer las tecnologías de la destrucción, de reactivar nuestra sensibilidad ante tanta muerte naturalizada. Porque la guerra, a pesar de Baudrillard, nunca se deja reducir a espectáculo, aunque ese sea su tratamiento prevalente: sean invisibilizados o exhibidos, los cuerpos inertes permanecen. Porque la muerte como amo absoluto -aunque se oculte tras la omisión más o menos deliberada, o tras la censura férrea de los genocidas- deja su marca traumática e irreparable. Sigue ahí.


















Puesto que somos parte de la humanidad, escribimos para cambiarnos a nosotros mismos y procurar convencer por medios dialógicos a quienes no están convencidos de que debemos cambiar. También los silencios pueden agujerearse, a pesar de que estos gritos apenas sean escuchados por quienes más responsabilidad tienen en ocasionarlos. Por sobre todo, es apuesta por subvertir la hegemónica cultura de la indiferencia, que se desentiende radicalmente de los derechos de los demás, empezando por el derecho a vivir.

En este sentido, aunque nuestra escritura se propusiera una tarea imposible, cortaría una cadena de complicidades ante una guerra que también se disputa en lo ideológico, en las reducciones simplistas y descalificatorias de los otros, en las condenas fáciles y prejuiciosas de otras culturas y pueblos. Más modestamente, nos permite evitar la clausura prematura de los interrogantes acerca de nuestras razones para escribir.

Ante las maquinarias humanas de producción de desgracia que operan en lo cotidiano y que, en el contexto presente, se estructuran sobre los flujos maquínicos del capitalismo, la literatura no debe limitarse a cantar a una felicidad que aparece como una experiencia efímera. También tiene que mostrar todo aquello que estas maquinarias –que constituyen al ser humano como engranaje- imposibilitan u obliteran. Y ese acto de mostrar, a través de la crítica a las injusticias históricas, la indagación abierta y la ensoñación misma, nos ayuda a seguir confiando en la posibilidad humana de auto-transformación, basada en un proyecto de autonomía individual y colectiva. Porque si hay algo que la poesía no debe perder es su capacidad para interrogar aquello que aparece como evidente. Sospechar esas evidencias es un modo de abrirnos a todo aquello que permanece a la sombra: es contribuir a crear las condiciones para reinventar nuestras subjetividades, encarnaciones concretas de un sistema de devastación planificada.

En efecto, la escritura produce subjetivaciones, incluyendo los andamiajes para radicalizar un compromiso antibelicista y reconocer al otro como sujeto humano, semejante y diferente a la vez. Nuestra única esperanza quizás resida allí. La poesía no cambiará la humanidad, pero puede que la humanidad, valiéndose de ésta y otros modos de subjetivación, se cambie a sí misma.


Arturo Borra

miércoles, 7 de enero de 2009

CINE Y POESÍA (III): La poética visual de Peter Greenaway

La escritura cinematográfica de Peter Greenaway no sólo es excepcional: está marcada por unas trazas inconfundibles, brillantes en muchos pasajes, por momentos radicalmente inabordable.
Su vasta filmografía desata pasiones diversas, desde la repulsión más visceral hasta una fascinación que deviene culto. En sus mejores momentos -también hay otros donde lo delirante y lo ilegible trazan escenas erráticas-, su estética se convierte en poesía de imágenes perennes. Con todos los recursos del cine movilizados, su obra se caracteriza por una estética del exceso, donde la yuxtaposición es recurso de producción de un excedente simbólico que obliga al retorno, a la detención en el vértigo, a surcar otra vez los dédalos del sentido (encarnado).
Mientras algunos cuestionan su obra remitiéndola al espíritu del postmodernismo (incluyendo allí su clara tendencia ecléctica, la supresión de relatos totalizadores, el estallido de la subjetividad, la apelación continua a la miscelánea, el esteticismo radical, entre otras cuestiones), otros defienden el carácter sobresaliente de su producción cinematográfica, remitida a la mejor tradición de un cine que no escatima en explorar el lenguaje propia y específicamente fílmico, ocupando así un lugar destacado en la historia del cine de autor.
En cualquier caso, aquí se recuperan fragmentos de tres de las que considero sus mejores películas: "El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante", "The pillow book" y "Zoo", verdaderas obras maestras del cine contemporáneo. Aunque las versiones están en diferentes idiomas, la sola visualización de estas escenas anticipa toda la magia que realizadores como P. Greenaway son capaces de crear. El lenguaje de la imagen, en este caso, adquiere creciente independencia para decir lo indecible.

miércoles, 31 de diciembre de 2008

«Prosa profana» - Arturo Borra



Lo milagroso –si
es que hay auténtico milagro en esta prosa profana- no
es que la vida persista con sus ruinas y su rutina a cuestas: su disparo en la nuca/
la agonía sin sepultura en el oprobio diario incluso de las plegarias
(orando a unos ángeles venideros).

Lo milagroso no es que abra mis ojos repletos de madrugada y estés a mi lado respirando tu penúltimo sueño. Tampoco que los siglos sigan abriéndose surco sobre un tiempo sonoro de derrotas/ y los sepultados se aferren a los hilos deshilachados que les permitan subir al cielo –si es que hay cielo en la cuadrícula donde rezamos a nuestros muertos-. Ni siquiera
que sigas batiéndote en retirada entre las sábanas/ con tu desafío a la noche despierta. O que haya comunión y no sólo lejanía. No es que la sangre se derrame sobre el cáliz
de los abatidos/ que el incendio no se propague sobre todos los altares –y lloren las estatuas/ y bailen las vírgenes y no haya –o siga sin haber- milagro.
No es que haya aire –algo antes del crepúsculo donde combaten dioses y humanos
ni tampoco
que crezcan las lápidas y las lapidaciones/ los templos y los destiempos/ las tumbas en la lluvia/ o vos dándote la vuelta para respirar todavía la noche sobre la que escribo para volver a creer.

Lo milagroso –digo: si es que hay milagro- es que a pesar de las omisiones y los pronósticos/ a pesar de los catecismos y las liturgias solemnes/
la belleza
no sea un milagro contra todas las evidencias.

jueves, 25 de diciembre de 2008

CINE Y POESÍA (II): "Tan lejos, tan cerca", Wim Wenders




El cine, en sus mejores momentos, deviene poesía visual. Nos dona su belleza, nos ayuda a seguir soñando. Wim Wenders es de esos directores que no sólo contribuyen a reflexionar sobre nuestras existencias enlazadas, sino además a internarnos en las cartografías del deseo.

A.B.


martes, 23 de diciembre de 2008

«Los que abandonan Omelas» - Úrsula K. Le Guin

Las festividades, cuando no son mero pretexto del exceso, potencian nuestras sensibilidades, desocultando nuestra fragilidad, aunque habitualmente de forma más bien efímera. Pronto se olvidan las conmociones y los deseos de amparar a los demás.


Y los sótanos persisten.


Omelas no es un lugar; mucho menos, los que se marchan, tampoco recorren ninguna geografía específica. Su desplazamiento es más hondo e imperceptible: aprenden a habitar de otro modo, alejándose de las estancias doradas y su esplendor cercado.


Esta honda narración está dedicada a los que en cualquier región del mundo inventan una forma de morar en la que el propio goce no se monta sobre el dolor ajeno.


A.B.




















Con un repicar de campanas que echaba a volar las golondrinas, el Festival de Verano llegaba a la ciudad de Omelas, torres brillantes junto al mar. En la bahía, chispeaban banderas en las jarcias de los barcos. En las calles, entre casas de tejado rojo y paredes pintadas, entre jardines musgosos y bajo avenidas de árboles, frente a grandes parques y edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran sobrias: ancianos con largas y rígidas túnicas color malva y gris, graves maestres de cada oficio, mujeres apacibles y alegres que llevaban sus niños y caminaban parloteando. En otras calles la música era más rítmica, un trepidar de gongs y panderos, y la gente iba danzando, la procesión era una danza. Los niños correteaban de aquí para allá, y sus chillidos estridentes se elevaban sobre la música y el canto como el vuelo raudo de las golondrinas. Todas las procesiones se dirigían al lado norte de la ciudad, donde en el gran prado llamado Campos Verdes muchachos y muchachas, desnudos en el aire brillante, los pies y los tobillos enlodados, los brazos largos y ágiles, ejercitaban los caballos resoplantes antes de la carrera. Los caballos no usaban ningún arreo, salvo una brida sin bocado. Tenían las crines orladas con banderines plateados, dorados y verdes hacían aletear los ollares y coceaban y alardeaban entre sí; estaban muy excitados, pues el caballo es el único animal que ha adoptado como propias nuestras ceremonias.

Allá lejos, al norte y al oeste, las montañas se erguían casi arrinconando a Omelas contra la bahía. El aire de la mañana era tan límpido que la nieve que todavía coronaba los Dieciocho Picos aún ardía con un fuego oro blanco a través de millas de aire luminoso, bajo el azul oscuro del cielo. Soplaba apenas viento suficiente para que los estandartes que marcaban la pista de carreras chasquearan y flamearan de vez en cuando.
En el silencio de los anchos prados verdes se oía la música serpeando por las calles de la ciudad, más lejos y más cerca y siempre aproximándose, una gozosa y tenue dulzura del aire que de vez en cuando tiritaba y se arracimaba y estallaba en el clamoreo inmenso y alegre de las campanas.
¡Alegre! ¿Cómo se puede nombrar la alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?
Ante todo; no eran gente simple, aunque eran felices. Pero hoy día las palabras de júbilo han caído en desuso. Todas las sonrisas se han vuelto arcaicas. Ante una descripción como ésta uno tiende a hacer ciertas presunciones. Ante una descripción como ésta uno también tiende a buscar al rey, montado en un espléndido corcel y rodeado por sus nobles caballeros;. o quizá tendido en una litera dorada llevada por esclavos musculosos. Pero no había rey. No usaban espadas, ni tenían esclavos. No eran bárbaros. No conozco las normas ni las leyes de esa sociedad, pero sospecho que eran singularmente escasas. Así como se arreglaban sin monarquía ni esclavitud, también podían prescindir de la bolsa de valores, la publicidad, la policía secreta, y la bomba. Sin embargo debo repetir que no eran gente simple, ni bucólicos pastores, ni buenos salvajes, ni utopianos blandos. No eran menos complejos que nosotros. El problema es que tenemos la mala costumbre, alentada por los pedantes y los sofisticados, de considerar la felicidad como algo bastante estúpido. Sólo el dolor es intelectual, sólo el mal es interesante. Esa es la traición del artista: una negativa a admitir la trivialidad del mal y el tedio espantoso del dolor. Si no puedes vencerlos, únete a ellos. Si duele, repítelo. Pero elogiar la desesperación es condenar el deleite, adherir a la violencia es perder de vista todo lo demás. Casi lo hemos perdido; ya no sabemos describir a un hombre feliz, ni celebramos la alegría. ¿Cómo puedo contaros sobre la gente de Omelas? No eran niños ingenuos y felices, aunque es cierto que sus niños eran felices, eran adultos maduros, inteligentes, apasionados, cuyas vidas no eran sórdidas. ¡Oh milagro! Pero ojalá pudiera describirlo mejor. Ojalá pudiera convenceros. Omelas suena en mis palabras como una ciudad de cuentos de hadas, hace tiempo y allá lejos, érase una vez. Tal vez sería mejor si la imaginarais según vuestra propia fantasía, esperando que la ciudad esté a la altura de la ocasión, pues por cierto no puedo conformaros a todos.


Por ejemplo. ¿qué diremos de la tecnología? Pienso que no habría coches ni helicópteros en y sobre las calles; es natural, considerando que los habitantes de Omelas son gente feliz. La felicidad se basa en una discriminación justa entre lo que es necesario, lo que no es ni necesario ni destructivo, y lo que es destructivo. En la categoría intermedia, sin embargo -lo innecesario pero no destructivo, el confort, el lujo, la exuberancia, etcétera-, bien podían tener calefacción central, trenes subterráneos, máquinas de lavar, y toda suerte de artefactos maravillosos aún no inventados aquí, fuentes lumínicas flotantes, energía sin combustible, una cura para el vulgar resfrío. O podrían no tener nada de eso: lo mismo da. Como gustéis. Yo me inclino a pensar que los habitantes de los pueblos costeros de la zona han estado llegando a Omelas durante los últimos días antes del Festival en trencitos muy rápidos y tranvías de dos pisos, y que la estación ferroviaria de Omelas es en verdad el edificio más elegante de la ciudad, aunque más sencillo que el suntuoso Mercado de los Granjeros. Pero aunque haya trenes, temo que hasta ahora Omelas os parece demasiado idílica. Sonrisas, campanas, desfiles, caballos, bah. En tal caso, añádase una orgía. Si una orgía ayuda, no hay por qué titubear. No agreguemos, sin embargo, templos de donde bellos sacerdotes y sacerdotisas desnudas salen casi en éxtasis y prontos para copular con cualquier hombre o mujer, amante o desconocido, que desee unirse con la profunda naturaleza divina de la sangre, aunque ésa fue mi primera idea. Pero en verdad sería mejor no tener templos en Omelas: al menos, no templos con sacerdotes. Religión sí, clero no. Por cierto, las beldades desnudas pueden vagabundear sin más, ofreciéndose cómo manjares divinos para el hambre de los necesitados y la fascinación de la carne. Que se unan a las procesiones. Que los panderos resuenen por encima de las copulaciones, y la gloria del deseo sea proclamada en los gongs, y (un detalle nada baladí) que los retoños de estos deliciosos rituales sean amados y cuidados por todos. Sé que algo no existe en Omelas, y es la culpa. ¿Pero qué más debería haber?


Al principio pensé que no había drogas, pero eso es puritanismo. Para quienes gustan de ello, la dulzura tenue y punzante del druz puede perfumar los caminos de la Ciudad, el druz que primero propicia una gran lucidez mental y agilidad corporal, y al cabo de unas horas una somnolienta languidez, y al fin maravillosas visiones de los mismos arcanos y secretos íntimos del Universo, además de estimular el placer sexual más allá de todo lo imaginable; y no crea hábito. Para los gustos más modestos creo que debería haber cerveza. ¿Qué más, qué más habrá en la ciudad de la alegría? La sensación de triunfo, desde luego, la celebración del coraje. Pero así como prescindimos del clero, prescindamos de los soldados. La alegría construida sobre una matanza victoriosa no es una alegría limpia; no conduce a nada, es temible y es frívola. Una sensación ilimitada y generosa, un triunfo magnánimo que no nace de la hostilidad contra un enemigo externo sino de la comunión entre las almas más refinadas y bellas de los hombres de todas partes y el esplendor del verano del mundo: esto es lo que inflama los corazones de la gente de Omelas, y la victoria que celebran es la victoria de la vida. En realidad no creo que muchos necesiten tomar druz.

La mayoría de las procesiones ha llegado ahora a los Campos Verdes. Un maravilloso olor a comida brota de los puestos rojos y azules de los proveedores. Los niños tienen pegotes deliciosos en la cara, de la benigna barba gris de un hombre cuelgan dos migajas de un rico pastel. Los jóvenes y las muchachas han montado a caballo y se están agrupando alrededor de la línea de largada de la pista. Una vieja, baja, gorda, risueña, está repartiendo flores de un canasto, y hombres jóvenes y altos usan las flores en la melena brillante. Un niño de nueve o diez años está sentado en el linde de la muchedumbre, solo, tocando una flauta de madera. La gente se detiene a escuchar, y sonríe, pero nadie le habla porque el niño nunca deja de tocar y nunca ve a nadie, los ojos oscuros profundamente sumidos en la magia dulce e inaprensible de la melodía. Concluye, y baja lentamente las manos que empuñan la flauta de madera. Como si ese pequeño silencio privado fuera la señal, la trompeta trina de repente en el pabellón de la línea de largada: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos corcovean, y algunos responden con un relincho. Serenos, los jóvenes jinetes acarician el pescuezo de los caballos y los tranquilizan, susurrando: "Calma, calma, mi belleza, mi esperanza..." Empiezan a formar una fila en la línea de largada. Junto a la pista, las multitudes son como un campo de hierba y flores al viento. El Festival del Verano ha comenzado.

¿Lo creéis? ¿Aceptáis el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Pues entonces describiré algo más.
En los cimientos de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o quizá en el sótano de una de las amplias moradas, hay un cuarto. Tiene una puerta cerrada con llave, y ninguna ventana.
Un tajo de luz polvorienta se filtra entre las hendijas de la madera, después de atravesar una ventana cubierta de telarañas en alguna parte del sótano. En un rincón del cuarto hay un par de estropajos, duros, sucios, hediondos, junto a un balde oxidado. El suelo es mugre, un poco húmeda al tacto, como suele ser la mugre de los sótanos. El cuarto tiene tres metros de largo por dos de ancho: una mera alacena o galpón en desuso. En el cuarto está sentado un niño. También podría ser una niña. Aparenta seis años, pero tiene casi diez. Es débil mental. Tal vez lo es de nacimiento, o quizá lo imbecilizaron el miedo, la desnutrición y el descuido. Se escarba la nariz y de vez en cuando se palpa los pies o los genitales, mientras está acurrucado en el rincón más alejado del balde y los estropajos. Tiene miedo de los estropajos. Le parecen horribles. Cierra los ojos, pero sabe que los estropajos están todavía allí; y la puerta tiene llave; y no vendrá nadie. La puerta siempre tiene llave; y nunca viene nadie, excepto que a veces el niño no comprende el tiempo ni los intervalos de tiempo, a veces, la puerta cruje horriblemente y se abre, y entra una persona, o varias personas. Una de ellas quizá se acerque y patee al niño para obligarlo a levantarse. Las otras nunca se acercan, sino que lo observan con ojos aprensivos y asqueados. Le llenan apresuradamente el cuenco de comida y la jarra de agua, cierran la puerta, los ojos desaparecen. La gente de la puerta nunca dice nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en ese cuartucho, y puede recordar la luz del sol y la voz de la madre, a veces habla. "Me portaré bien", dice. "por favor, quiero salir. ¡Me portaré bien!" Nunca le responden. Antes el niño pedía ayuda a gritos durante la noche, y lloraba mucho, pero ahora sólo emite una especie de quejido, "ueh-haa, eh-haa", y cada vez habla menos. Es tan raquítico que no tiene pantorrillas; le sobresale el vientre; se alimenta de medio cuenco de cereal y grasa por día. Está desnudo. Las nalgas y los muslos son una masa de úlceras infectas, pues está continuamente sentado sobre sus propios excrementos.



























Todos saben que está ahí, todos los habitantes de Omelas. Algunos han venido a verlo, otros se contentan meramente con saber que está ahí. Todos saben que debe estar ahí. Algunos entienden por qué, y algunos no lo entienden, pero todos entienden que su felicidad, la belleza de su ciudad, la ternura de sus amistades, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus eruditos, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas y el aire templado de sus cielos, dependen absolutamente de la abominable desdicha de este niño.


Normalmente explican esto a los hijos cuando ellos tienen entre ocho y doce años, cuando parecen capaces de comprenderlo; y la mayoría de los que vienen a ver al niño son personas jóvenes, aunque muchas veces hay adultos que vienen, o vuelven, a ver al niño. Por precisas que sean las explicaciones que han recibido, estos jóvenes espectadores siempre se escandalizan y asquean ante el espectáculo. Sienten náuseas, aunque se creían por encima de esa sensación. Sienten furor, ultraje, impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no pueden hacer nada. Sería bueno poder llevar al niño a la luz del sol, sacarlo de ese lugar aberrante: limpiarlo y alimentarlo y confortarlo; pero si se hiciera, la prosperidad y la belleza y el deleite de Omelas se marchitarían y secarían ese mismo día, esa misma hora. Esas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y gracilidad de cada vida de Omelas por esa sola y pequeña buena acción, perder la felicidad de miles por la posible felicidad de uno: por cierto eso sería abrir las puertas a la culpa.

Las condiciones son estrictas y absolutas; al niño no se le puede dirigir ni siquiera una palabra de cariño.

A menudo los jóvenes vuelven a casa llorando, o tan furiosos que no pueden llorar, cuando han visto al niño y han enfrentado esta paradoja atroz. Quizá cavilen semanas o años. Pero con el tiempo empiezan a comprender que aunque soltaran al niño la libertad no le brindaría muchas cosas: el placer vago y pequeño de la tibieza y la comida, sin duda, pero no mucho más. Está demasiado degradado e imbecilizado para gozar realmente de la alegría. Ha temido demasiado tiempo para estar libre del miedo. En verdad, después de tanto tiempo es probable que fuera infeliz sin paredes que lo protejan, sin oscuridad para los ojos, sin excrementos donde sentarse. Las lágrimas vertidas por esa atroz injusticia se secan cuando empiezan a entender la terrible justicia de la realidad, y a aceptarla. Sin embargo esas lágrimas y esa furia, la generosidad puesta a prueba y la aceptación de la impotencia, son tal vez la verdadera fuente del esplendor de sus vidas. No gozan de una felicidad vaporosa, irresponsable: Saben que ellos, como el niño, no son libres. Conocen la compasión. La existencia del niño, y el hecho de que ellos conozcan su existencia, posibilita la nobleza de su arquitectura, la hondura de su música, la profundidad de su ciencia. Es por causa del niño que tratan tan bien a los niños. Saben que si ese desdichado no estuviera acurrucado en la oscuridad, el otro, el flautista, no podría ejecutar una música alegre mientras los jóvenes y bellos jinetes se alinean para la carrera al sol de la primera mañana de verano.

¿Ahora creéis en ellos? ¿No son más convincentes? Pero hay algo más para contar, y esto es absolutamente increíble.

En ocasiones, uno de los adolescentes que vino a ver al niño no vuelve al hogar dominado por la furia o el llanto, no vuelve simplemente al hogar. De vez en cuando un hombre o una mujer de más edad guardan silencio un par de días, y luego se van. Esta gente sale a la calle, y echa a andar hasta salir de la ciudad de Omelas por las hermosas puertas. Siguen caminando a través de las tierras de labranza de Omelas. Cada cual va solo, muchacho o muchacha, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar callejas de aldeas, entre casas con ventanas iluminadas de amarillo. Y luego salir a la oscuridad de los campos. Siempre solos, van al oeste o al norte, hacia las montañas. Siguen adelante. Abandonan Omelas, siguen caminando en la oscuridad, y no regresan. El lugar al cual se dirigen es un lugar aún menos imaginable para la mayoría de nosotros que la ciudad de la dicha. Ni siquiera puedo describirlos. Es posible que no exista. Pero ellos parecen saber adónde van, los que abandonan Omelas.

Úrsula K. Le Guin, Traducción de Carlos Gardini.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Un huérfano - Víktor Gómez




















"Oigo pasos, oigo el lastimoso trueno que al perenne huérfano perturba."
Juan Carlos Mestre (de La tumba de Keats)


Un huérfano.
La habitación del hotel. Quizá la lluvia.
Mirar para nada, para no hablar tal vez,
mirar a la pared.

¿En ese momento moría un ángel?

Una herida.
No hay arma visible, no hay luminosa
huella, rostros o palabras, olor ni
tan siquiera.

Un niño solo.
En menos de un minuto la calidez
de una madre
le llevará a un nacer nuevo, a vivir.

En su vientre
quedan noches vacías de leche.
En sus ojos la insabora oquedad de un pozo
con insectos.
En sus manos la aridez sin almohada
del lecho entre barrotes.

No recuerda del daño
ni los agentes
ni el lugar. Pero su sangre liviana
tiene una deficiencia de glóbulos rojos
y su anemia
emana de un músculo aterido
que debiera mover el caudal
rojo de sus cañerías.
(Esas que un día se cerraran con anginosa memoria).

Se abre la puerta y el huérfano siente
sin saber,
siente que alguien de su amoratado cuello levanta
la soga de los abandonados.


Víktor Gómez


domingo, 14 de diciembre de 2008

Dos poemas de "Una temporada en el infierno"- Arthur Rimbaud






















Una temporada en el infierno

Antaño, si recuerdo bien, mi vida era un festín en el que se abrían todos los corazones, en el que todos los vinos hacían torrentes.

Una noche, senté a la Belleza sobre mis rodillas. - Y la encontré acerba. - Y la injurié.

Me armé contra la justicia.

Y escapé. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh aversión, es a ustedes solamente que confié mi tesoro!

Logré diluir en mi espíritu toda esperanza humana. Sobre todo júbilo, para estrangularlo, hice el salto cauteloso de la bestia feroz.

Llamé a los verdugos para morder la culata de sus fusiles mientras perecía. Llamé a los flagelos para ahogar con arena, la sangre. La desgracia fue mi dios. Me revolqué en el barro. Me sequé con el aire del crimen. Aposté con la locura.

Y la primavera me brindó la risa repugnante del idiota.

Pero, cuando estaba casi por decir adiós, resolví buscar la llave que me abriera las puertas del festín antiguo, donde quizás recuperaría el apetito.

La caridad es esa llave. - ¡Esta afirmación comprueba que estuve en un sueño!

Permanecerás como una hiena, etc ... exclama el demonio que me corona con duermevelas tan amables. Consigue la muerte con todos tus apetitos, y tu egoísmo y todos los pecados capitales.
¡Ah! He tenido demasiado: - Pero, querido Satán, se lo suplico, ¡tenga la pupila menos irritada! Y esperando esas vilezas que se retrasan, para usted que ama en el escritor la ausencia de facultades descriptivas o instructivas, le arranco algunas hojas ominosas de mi carnet de condenado.

















Adiós

¡Ya el otoño! Pero por qué tener nostalgia de un sol eterno, si estamos comprometidos en el descubrimiento de la claridad divina, - lejos de la gente que muere mientras pasan las estaciones.

El otoño. Nuestra barca alzada entre brumas inmóviles toma rumbo hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme en el cielo tiznado de fuego y de barro. ¡Ah! ¡Los harapos putrefactos, el pan mojado por la lluvia, la ebriedad, los mil amores que me han crucificado! ¡No terminará nunca este vampiro que reina sobre millones de almas y de cuerpos muertos y que serán juzgados! Me sueño con la piel roída por el barro y la peste, llenos de gusanos los cabellos y las axilas y lleno de gusanos todavía más gruesos el corazón, tendido entre desconocidos sin edad, sin sentimientos ... Podría haber muerto.

... ¡Ominosa evocación! Execro la miseria.

¡Y temo al invierno porque es la estación de la comodidad!

- Algunas veces veo en el cielo playas infinitas, cubiertas de naciones blancas gozosas. Una gran embarcación, por encima de mí, agita sus pendones multicolores con las brisas de la mañana. He creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. Ensayé inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y bien! ¡Debo enterrar mis imaginaciones y mis recuerdos! ¡Una bella gloria de artista y narrador desechada!

¡Yo! ¡Yo que he sido llamado mago o ángel, dispensado de toda moral, soy devuelto al suelo, para buscar un deber, y para abarcar la realidad rugosa! ¡Aldeano!

¿Estoy equivocado? ¿La caridad será hermana de la muerte, para mí?

Finalmente, pediré perdón por haberme nutrido de mentira. Y adelante.

¡Pero ni una mano amiga! ¿Y dónde podría obtenerla?

Sí, la hora nueva es al menos muy severa.

Por lo tanto puedo decir que la victoria está conseguida: los chirridos de dientes, los soplidos del fuego, los suspiros apestados están mitigándose. Todos los recuerdos inmundos desfallecen. Mis nostalgias recientes se diluyen, los celos por los mendicantes, los bandoleros, los amigos de la muerte, los postergados de toda índole- ¡Condenados, si yo me vengase!

Se requiere ser absolutamente moderno.

Ni una pizca de cánticos: llevar la delantera. ¡Dura noche! ¡La sangre seca humea sobre mi rostro, y no tengo nada delante, sino este horrible arbusto! ... El combate espiritual es tan brutal como la batalla de los hombres; pero la visión de la justicia es el placer de Dios solamente.

Sin embargo, es la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y ternura real. y al alba, armados de una ardiente paciencia, entraremos en espléndidas urbes.

¿Qué hablé sobre una mano amiga? Una buena ventaja es poder reírme de los viejos amores mentirosos, y cubrir de vergüenza a esas parejas estafadoras, - vi el infierno de las mujeres allá abajo ;- y me será concedido poseer la verdad en un alma y un cuerpo.


Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno.
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