sábado, 21 de noviembre de 2009

Dos relatos de Felisberto Hernández

«Reflejo»

Una noche me atacó un terror que casi me lleva a la locura. Me había levantado para ver si me quedaba algo más en el ropero; no había encendido la luz eléctrica y vi mi cara y mis ojos en el espejo, con mi propia luz. Me desvanecí. Y cuando me desperté tenía la cabeza debajo de la cama y veía los fierros como si estuviera debajo de un puente. Me juré no mirar nunca más aquella cara mía y aquellos ojos de otro mundo. Eran de un color amarillo verdoso que brillaba como el triunfo de una enfermedad desconocida; los ojos eran grandes redondeles, y la cara estaba dividida en pedazos que nadie podría juntar ni comprender. Me quedé despierto hasta que subió el ruido de los huesos serruchados y cortados con el hacha.

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«Caballo humano»

Hace algunos veranos empecé a tener la idea de que yo había sido un caballo. Al llegar la noche ese pensamiento venía a mí como a un galpón de mi casa. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo.

En una de las noches yo andaba por un camino de tierra y pisaba las manchas que hacían las sombras de los árboles. De un lado me seguía la luna; en el lado opuesto se arrastraba mi sombra; ella, al mismo tiempo que subía y bajaba los terrones iba tapando las huellas.
En mi dirección contraria venían llegando, con gran esfuerzo, los árboles, y mi sombra se estrechaba con la de ellos.

Yo iba arropado en mi carne cansada y me dolían las articulaciones próximas a los cascos. A veces olvidaba la combinación de mis manos con mis patas traseras, daba un traspié y estaba a punto de caerme.

De pronto sentía olor a agua; pero era un agua pútrida que había en una laguna cercana. Mis ojos eran también como lagunas y en sus superficies lacrimosas e inclinadas se reflejaban simultáneamente cosas grandes y chicas, próximas y lejanas.

Felisberto Hernández


Cortázar asomándose al mundo subterráneo de Felisberto Hernández


Las cosas de Felisberto Hernández

Fue el azar quien trajo, en su desnudez desprevenida, Narraciones incompletas. Era la historia olvidada de las cosas –historia de lo no-historiado, de aquello condenado al resto insignificante: un cigarrillo distinto que nos mira desde el fondo de la caja que lo contiene, hombrecitos colgados en un planeta, en el que vuelven a conocerse a sí mismos olvidándose un instante del centro ilusorio del yo. Vociferando en los murmullos de las cosas, nos creamos en comparaciones con seres inmóviles, animados en un tejido universal sin distinción originaria, en un regreso a las cosas que es retorno a lo humano sin la aureola altiva que lo recubre, despojados ya de las vanas pretensiones de soberanía, refutando la dicotomía entre lo alto y lo bajo, lo serio y lo cómico, lo sublime y lo terrenal, lo viviente y lo inerte.
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Animizar lo inmóvil, volver a desnudar el núcleo íntimo de lo esencial arrojado de su envoltura eterna... Acuden entonces los secretos que se murmuran en la noche de una habitación, la identidad de un mobiliario ajado con la señorita encerrada en la rigidez de sus formas y la ternura subrepticia de sus manos, la fantasía pueril de quien procura sorprenderla en su soledad, en sus asfixias o sus recovecos. Entonces ahí no se trata de sencillismo o surrealismo en primer orden, sino de la confusión del yo en el flujo de las cosas sin historia que las atestigüe, asesinando el reinado de los amos, restituyendo el enigma del mundo, la vuelta a la intimidad del claroscuro inadvertido de lo cotidiano, ojos extrañados, balbuceo que forma lo inquietante, que hacen estremecer los ríos que dan sentido allí donde se alza la condena metafísica o la eterna indignidad filosófica.

Esas narraciones incompletas –que no es más que reconocimiento de la escritura como intersticio- vienen a mí como una tempestad, una estocada, perseverando entre lo sublime y lo trivial de una vida que se puebla de misterios pequeños, esperancitas dulces, hombrecitos de tentativas ínfimas y valiosas.
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Personificar las cosas es la donación de un acto amoroso, sin correlato en la cosificación de lo humano: sólo sensibilidad que desborda el marco de una página, la trepidación de los fantasmas, faldas tímidas de unas sillas de salón acartonado, diálogo mudo de ventanas, muñecas que habitan las tristezas o el vacío, conciertos en los que las manos no saben qué hacer con sus ansiedades, sobrenombres incomprendidos que rozan las evidencias más desapercibidas, multitud sin «mensaje», narrando su pasaje y sus olvidos -el extravío de la aventura humana.

Las páginas transpiran amor. Descentrándonos, reconocemos la secreta melodía de los otros, de lo otro mismo, único, irreductible al no-yo. Ahí están las pasiones bailando -nace el nosotros con abrazos imprevistos. El alma de los objetos se inventa en ese abrazo, a medida que trazan vinculaciones con los que somos. Los objetos entonces tienen colmillos, patas, caricias, ramas y besos; son seres tímidos, reservados, alegres, suspicaces. No el mundo humano cosificado sino las cosas humanizadas, que cobran vida en las emociones que les conferimos. Lo inanimado carga lo humano y hasta los balcones se suicidan. Unas cuerdas de piano se quejan de las manos extrañas, los cubiertos laten, las lámparas brillan con nuestras luces y nuestras manitos torpes otra vez quitan dignidad a las inquietantes figuras que habitan los hogares.
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En vez de un apego a los objetos al modo de un avaro, la generosidad de esa escritura no pretende acumular ni siquiera imágenes: ellas se superponen, se relevan, se suplen en el fragmento sin objeto o sujeto supremo. Somos en esas cosas que nos acompañan y preservarlas es evitar la pérdida de uno mismo, sumergido en pantanos. No es ésto y lo otro; lo otro es ésto indefinible que remite a la extrañeza humana, la inquietud de las cosas que se estiran para abrazarnos o asfixiarnos. Lo humano, sin privilegio, se realza. Un piano con colmillos muerde el tiempo –canta una melodía que enciende vidrieras apagadas, hace bailar Las Hortensias, entrelaza las temporalidades sin aviso, regresa a la infancia aquí mismo, cuando frente a un público ávido hasta los recuerdos vociferan, mientras las cortinas se mueven contentas de caricias llenas.

Arturo Borra


Bibliografía completa de Felisberto Hernández