sábado, 27 de abril de 2013

Una lectura de «Elegía en Portbou»: deber de memoria y esperanza




 
Sólo sobre un muerto no tiene potestad nadie” decía Benjamin (1) antes de suicidarse en Portbou, sin advertir la inminencia de la frontera que le hubiese permitido, como un salvoconducto, zafar de la persecución nazi. En esas circunstancias, su muerte constituía una forma desesperada de sustraerse a la potestad del fascismo. El drama singular de este intelectual judío encarna, no obstante, la historia anónima de millones. Es el punto de condensación en el que se entrecruza una multitud. Tras ese rastro no sobrevive el resplandor de un relato épico, sino la estela de los ausentes, de aquellos a los que se les arrebató de forma ignominiosa su existencia.

En Elegía en Portbou (2) de Antonio Crespo Massieu se hace nítida, precisamente, la “materia de lo ausente”, trazando un puente entre ese pasado desgarrado y un presente que se pretende indemne, a salvo de la sombra de estas historias interrumpidas. En vez de un acto conmemorativo, entregado a las liturgias, Crespo Massieu reconstruye fragmentariamente -como no podría ser de otra manera- un inventario de la derrota que sobrevuela nuestras cabezas como un fantasma conjurado.
 
Más tranquilizador sería que todo fuese una historia clausurada, el recuerdo terrible de una pesadilla de la que estaríamos, afortunadamente, ya liberados. Pero Crespo Massieu veda esa coartada. Las ruinas de la historia aplastan el presente. Sus escombros se multiplican. Contra la concepción estereotipada del fascismo como un movimiento confinado a la Alemania hitleriana en las bisagras de la Segunda Guerra mundial, Elegía en Portbou hace su trabajo crítico, diseminando las manchas rojas, extendiéndolas sobre playas alambradas, los interrogantes de una infancia desposeída de forma violenta, el dolor del superviviente atestiguando una aniquilación que sigue levantando polvaredas. Puede que quienes estuvieron en el infierno quieran olvidarlo de una vez. Reclamar su derecho a sustraerse de ese campo, salir de una vez de la jaula de lo acontecido que acorrala nuestro presente. Y sin embargo, ¿cómo podríamos nosotros traicionar a todas esas figuras que regresan a la orilla de lo recordado como tablas de un naufragio? ¿Cómo no reivindicar, aún, un deber de memoria?

En ese desfiladero se mete Antonio Crespo Massieu. Y, era previsible desde un principio, no puede salir ileso. La escritura se desgarra, se hace frágil, se convierte en un río cada vez más caudaloso que arrastra todo, incluso esos cuerpos ahogados de la historia que desembocan en la actualidad y sus documentos de barbarie. Porque el fascismo no es historia, sino más bien, porque estamos todavía en la historia del fascismo -multiplicado, fragmentado, convertido en política cotidiana- este poemario hiere cualquier bálsamo metafísico o político. Seguimos asediados. Decía Benjamin que tenemos que leer la historia a contrapelo. Es lo que Crespo Massieu procura, como ese «ángel de la historia» que se aleja del pasado sin dejar de mirarlo con ojos desorbitados, sin mesura posible.

No se trata, sin embargo, de una celebración de la derrota. Más bien, abrazo a quienes lucharon por hacer posible lo imposible, más allá de las prácticas del sacrificio, el cementerio del mar, “promontorio de ausencias” en el que late, aún, el deseo humano. Elegía… retoma, poéticamente, ese programa crítico. Fuera de toda voluntad luctuosa y de todo abanderamiento. Puesto que la sombra del duelo persiste, no cabe ninguna complacencia (ni siquiera la que grita en nombre de las víctimas). Sólo persiste la tentativa de reconstruir las múltiples figuras del horror, retratar su caída irretratable, toda esa legión de harapientos ejecutada a mansalva. Ante tanta devastación, el llanto de ese Angelus Novus forma torrentes cada vez más incontrolables. Esa torrencialidad no oculta, sin embargo, una carencia estructural: como discurso elegíaco, el poemario invoca lo desaparecido y no puede sino presenciar la distancia entre el ritual de invocación y los fantasmas que vienen de otro tiempo.

En ese contexto, la profusión de imágenes que estalla en este extenso poema suplementa un cierto realismo ingenuo que no podría más que naufragar en la descripción de una experiencia intransferible, inapropiable, que marca a esos otros desaparecidos, por más identificación que nuestra sensibilidad trace. Quizás por eso Crespo Massieu canta en voz baja, internándose en los pasajes de un tiempo saqueado, como si tras ese camino trunco pudiera abrir(se) un horizonte -un hueco si se prefiere- para los que estamos vivos, una brecha que haga imaginable la prosecución de una esperanza que se levanta todavía del suelo.

Volver sobre las ruinas, entonces, no se limita a una constatación más o menos irrevocable del pasado, sino que procura resucitar en él la promesa de una revuelta que se va gestando en algún rincón del corazón. No todo es caída. “El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer” (3). En esa tierra horadada, donde un cortejo triunfal desfila con su botín sobre los que yacen abatidos, la historia tiembla. Ni siquiera los vencedores pueden evitar que el temblor abra pequeñas fracturas en la superficie del tiempo. La fragilidad de ese ángel que sobrevuela la escritura de Antonio no niega la firmeza del pulso que sigue mirando nuestro pasado ominoso con la expectativa de hallar alguna promesa en quienes no se dieron por vencidos. Es cierto que las alas se quiebran ante el vendaval de la historia, pero ¿qué otro camino podrían seguir quienes desean poner a salvo a sus muertos?

A través de esa añoranza la poesía de Crespo Massieu crece como texto polifónico: una multitud espectral murmura en sus páginas. Por eso no se trata de hacer centro en algún nombre (más o menos célebre): lo que se inscribe en estos surcos es la huella de lo que fue borrado con violencia. Hablar en nombre de un gran Otro sería olvidar la distancia innombrable, fijar en presencia la materia de lo desaparecido. Sólo un ejercicio temerario podría convertirnos en su portavoz mesiánico. Puede que una de las dimensiones más valiosas de Elegía… resida en no prestarse a ese ejercicio. “Cómo escribir con nosotros” pregunta el poema y no hay respuesta que no sea diferida. Conjugar las voces, entremezclarlas al punto en que ya no importa quién habla, abre camino para un arte que no cierra los ojos ante lo reprimido. El libro (de los ausentes) se hace entonces poemario-convocatoria: se cita -más allá incluso de las citas expresas- con otros, se hace llamado, desembocadura en el que una plétora de murmullos huérfanos resuenan con insistencia desde el fondo de una fosa común. En el “oscuro fulgor del exilio”, esos murmullos abren grietas para respirar en el espacio desgarrado de la representación. Y aunque nadie responda, es desde ese exilio como mejor se puede seguir “preguntando al siglo”.



Los tres libros que componen el poemario (“Libro de los pasajes”, “Libro de la frontera”, “Libro del descenso”) podrían interpretarse como variantes del desplazamiento, pero sobre todo como punto de fuga, tránsito hacia una región clandestina, arqueología de las pérdidas. No hay tierra para tanta belleza herida; apenas destierro, partida hacia otra vida.

Tal vez la memoria del frío nos permita vislumbrar la promesa de un abrigo, urdido con retazos de respuestas. Ningún recuerdo puede surcar la constelación del mundo. El silencio de los muertos -lo que no pudieron decir- es como una estrella apagada. Apenas captamos su luz remanente que sigue viajando en el vacío indiferente.

La peculiar magnitud del viaje hacia atrás que encarna Elegía de Portbou no impide adivinar la violencia de una interrupción. Lo irrepresentable está ahí: el presentimiento de los niños en Terezin, las alambradas rodeando una playa de refugiados, el instante previo al suicidio desde un puente, la desesperación del que corre escapando a sus verdugos… La enumeración no podría ser completa. Reconstruir el espanto no niega esos otros discursos interrumpidos que sólo pueden ser re-tomados a condición de no pretender continuarlos.

Llegados a este punto, la historia no es un escaparate (un museo) en el que se exhiben los botines de guerra, sino ruina, esplendor saqueado, inscripción de luchas sofocadas: “huellas aún del desastre”. En el oscuro pasaje de los cuerpos, ¿puede haber algún lugar de restauración o reparación? ¿una comunidad de los desamparados? Más radicalmente: ¿cabe esperar todavía “la hora de consuelo” para todo ese pesar acumulado en el lomo de la historia? Crespo Massieu arriesga sus versos. Incluso si no pudiera deslindarse de un tiempo humillado, lo venidero se erige sobre esa deuda: la de abrazar a los muertos que no están a salvo aún. En vez de proclamar “aquí la noche, allá el amanecer”, estas elegías abrazan el claroscuro y, como un jorobadito que avanza en un paisaje desolado, quieren librarse del lastre de las culpas sin olvidar. Hermanarse con los latidos arrebatados que todavía pulsan sobre el día: lavar la vida. La “piedad insomne de los árboles” -como se dice con una belleza tan persistente como punzante- enseña a respirar.

No por azar Crespo Massieu recupera esa esperanza (impronunciable) que sólo es dada por los desesperados, los desahuciados, todos aquellos que en circunstancias completamente adversas alzaron la dignidad de su negativa, su decir «no», su resistencia a todo cuanto se afirma de manera irrestricta y dogmática. Sólo entonces puede irrumpir en el horizonte la secreta apertura, aquella que desafía la amenaza del cierre totalitario. Ahí está


(…) lo aún indecible, todo en mínimos signos negros, apretados,
coagulados en la página, en su límite, su pequeño margen,
como una acotación, una casi ilegible verdad al trasluz
de la historia, en el temblor de la paciente espera:
para negar o irradiar, para abrir espacio o deslizar
nuevas preguntas, como letras de un siempre inacabado alfabeto.

 
La promesa de convertir el destierro en una experiencia que ilumine otro porvenir sobrevive entre escombros. Como destacaba Laura Giordani en ocasión de su presentación del poemario en Valencia: “En Elegía en Portbou, los vencidos son conducidos a través de la palabra poética del destierro (lugar de la pérdida) al transtierro, lugar casi imposible de reunión, de reparación de la utopía para que siga alumbrando el presente. Transtierro a un lugar común, reunión de la memoria hecha añicos”. Imposible condensar mejor esa experiencia del pasaje del desierto (en el que sobrevivimos) a la promesa de una tierra porvenir.

En ese sentido, la escritura de Antonio se hace cobijo en el que todos y todas caben, como un “margen inmenso de lo no dicho”, de lo dicho y lo no escuchado, de lo indecible que acuna todas las derrotas y llama una justicia porvenir (y ¿cómo viene el porvenir, cómo lo convocamos?). Ese inacabado alfabeto nunca fue forjado fuera de la escritura agonística de la historia: su sintaxis arrastra el signo del desastre. No sin desconsuelo uno quiere saber para cuándo un descanso para todos esos “tiernos habitantes de los márgenes”. No sabemos responder. Quizás en su muerte en la que ya nadie tiene potestad. O puede que en la “fiesta de los oprimidos”, el instante en que la reparación parece posible. Tal vez nunca podamos saberlo. Pero ¿no es en esa incerteza donde más se afianza el llamado de un porvenir distinto, que sólo viene si lo traemos?

Descender por el abismo, entonces, para llegar al punto límite del mar, esa “frontera del desamparo”, ese ir más allá de una patria obscena, desafiando la amnesia (lírica, política) que se queda arriba, ajena al espanto. Crespo Massieu deja piedritas en el trayecto de una dignidad germinal, superviviente, a pesar del genocidio, siempre de este lado en que los muertos (“leves como nombres caídos”) dejan el duro, difícil aprendizaje de un legado que incita a una reflexión incesante.

Los nombres están borrados. Como una insignia opacada por el óxido, sus tentativas no serán registradas con “cuidada caligrafía en el libro de los muertos”. Y, sin embargo, sólo ellos, los que tocaron fondo, pueden darnos fuerza para retomar la promesa de lo diferente, en la “extraña fidelidad de la memoria”.
 

Arturo Borra
Alzira, 28 de mayo de 2012
 


(1) Benjamin, Walter, Discursos interrumpidos I, trad. Jesús Aguirre,Taurus, 1987, Madrid, pág. 7.
(2) Crespo Massieu, Antonio, Elegía en Portbou, Bartleby, 2011, Madrid.
(3) Benjamin, Walter, Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, trad. Jesús Aguirre, Taurus, 1987, Madrid, p. 180-181.

 
 
 
Reseña publicada en "Nayagua, revista de poesía", Nº 16, 2012.
 
 
Antonio Crespo Massieu
 
 

lunes, 15 de abril de 2013

«Canto nuevo» de Lucía Sánchez Saornil


“Eras lo que no se sabe
 bruma”.
L.S.S.
 
 Reafirmar no sólo el espíritu republicano, sino también el espíritu revolucionario: tal fue la apuesta de Lucía Sánchez Saornil (1895-1970), poeta libertaria y feminista que en la década de 1920 participó de forma efímera en el movimiento del ultraísmo. Puede que ese pasaje haya sido lo mejor de su escritura poética: encarna la ruptura que en otras dimensiones de su vida no cesó de practicar.
Aunque posteriormente abandonara este movimiento en nombre del «compromiso», sus poemas de entonces anticipan de forma ejemplar otro modo de concebirlo.  Regresar a Sánchez Saornil es internarse en un olvido sintomático que persiste en el presente. La memoria de la derrota sólo puede nutrirse de esos nombres borrados de la historia. L.S.S. era, en efecto, la que no se sabe bruma. 
A.B.
 
 
 
 

Canto nuevo
  
¡Oh, cuánto tiempo HORA NUESTRA
            te hemos esperado!, ¡cuánto!
            Oh, cuántas veces tendimos 
el cable de nuestra mirada limpia al futuro
y aplicamos el oído extático
al viento,
ávidos de distinguir
tu música en embrión!
¡Oh, cuántas veces
el diamante de nuestro deseo
partió el cristal del horizonte
buscándote más allá de la aurora!
 
Y al fin te poseemos,
            HORA NUESTRA;
            al fin podremos mecerte en nuestros brazos
y escribir tu claro nombre en nuestras frentes.
 
            Hermanos,
he aquí, todo cumplido;
hagamos braserillos en el hueco de nuestras manos
para esta “LLAMA ALARGADA”.
 
            El horizonte es la pauta, hermanos.
Nuestros martillos, pulidos y brillantes
como uña de mujer,
canten sobre las columnas truncas,
sobre los frisos rotos.
Tal un vendaval impetuoso
borremos todos los caminos,
arruinemos todos los puentes,
desarraiguemos todos los rosales;
sea todo liso como una laguna
para trazar después
la ciudad nueva.
 
            Tiranos del esfuerzo
nuestros brazos levantarán esta vieja Tierra
como en una consagración.
 
            Un abanico de llamas
consumirá las viejas vestiduras
y triunfaremos, desnudos y blancos,
como las estrellas.
 
Lo que hemos creado esta hora
alcanzaremos todas las audacias;
NOSOTROS EDIFICAREMOS
LAS PIRÁMIDES INVERTIDAS.

(1920)
  
 
Lucía Sánchez Saornil fue poeta, militante anarquista y feminista. Nació en 1895 en Madrid y participó en el movimiento ultraísta. Publicó entonces sus poemas en revistas como "Tableros", "Plural", "Manantial" y "La Gaceta Literaria".
Durante los años 1920 dejó la poesía para dedicarse a la actividad política en el seno del movimiento anarcosindicalista. Participó en diferentes conflictos sociales dentro de Telefónica. En 1927 se trasladó a Valencia, donde colaboró en varios periódicos anarquistas como Tierra y Libertad y Solidaridad Obrera. De vuelta a Madrid en 1929, prosiguió con sus actividades en el movimiento anarquista, haciéndose cargo en 1933 de la secretaría de redacción del periódico CNT.
En 1936, poco antes del inicio de la Guerra Civil Española, fundó junto a Mercedes Comaposada y Amparo Poch la organización feminista y libertaria Mujeres Libres.Cuando estalló la Guerra Civil participó activamente en la lucha antifascista. En 1937 regresó en Valencia, donde participó en la redacción del periódico anarquista "Umbral". En mayo de 1938 se hizo cargo de la secretaría general de la sección española de Solidaridad Internacional Antifascista (S.I.A).
Después de la victoria de los nacionales, Lucía Saornil se exilió en Francia. Para escapar a la deportación, debió volver secretamente a España en 1942, primero a Madrid y más tarde a Valencia. Continuó en la clandestinidad hasta 1954. Entonces se trasladó a Valencia, donde murió el 2 de junio de 1970.
 

sábado, 30 de marzo de 2013

Destellos de «Bélgica» de Chantal Maillard: un charquito de lluvia donde mojar la infancia

 
 
¿Cómo entrar en el paraíso con una llave de palabras? Toda significación dará cuenta del abismo. Es preciso negarse a la conciencia para entrar. Aquel es el lugar de la inocencia. Para volver a ella, el lugar demanda un sacrificio. El sacrificio del mí, ese aluvión de repeticiones, el cúmulo de pliegues desde el que damos por conocido todo cuanto somos.
 

Ítaca, cualquier Ítaca, es un lugar interior. Ese origen al que, en determinados momentos de nuestra vida marcados por un esencial cansancio, anhelamos volver no es un lugar geográfico, ni tampoco metafísico, es un estado. (…) Acaso la inocencia no sea otra cosa que la incapacidad para el juicio, y ésta sea la razón de que, en los primeros albores de la existencia, el mundo sea experimentado con sencilla y gozosa plenitud. (…) Mi Ítaca es, o ha sido, Bélgica.

El exilio puede entenderse como cualquier desarraigo que se nos impone y es experimentado como pérdida. Del estado original todos somos exiliados. (…) Sin signos, no hay retorno posible, no hay puente, no hay migas de pan. Quedan los recuerdos, pero no hay manera de recuperar lo olvidado. Y eso, lo olvidado, no la memoria-recuerdo, es lo que interesa para la búsqueda.
 
 

 
Irse antes de que el lugar se torne familiar. No dar tiempo a que se formen las huellas para un nuevo reconocimiento.

 Volver del exilio, de una vida de exilio, al lugar de la infancia: un charquito de agua de lluvia en el que se condensó la mirada. Una mirada para condensarse cuando nada pretende, cuando nada inquiere. Recuperarse.
 
No se trata simplemente de recordar la propia infancia, se trata de volver a hallar ese estado que sólo en la infancia (y, alguna vez, según hallamos relato, en algunos procesos de “santidad”) puede darse: el estado de gozo.


Comprendo ahora que mi ausencia, mi larga ausencia no lo fue nunca de un territorio, sino de aquella sensación.

Hablar es una manera de demostrarnos que estamos vivos, es el ruido que hace nuestra especie. Hablamos por la misma razón que pían los pájaros, para reconocernos.
 



La pertenencia. ¿A qué pertenece la espora que se desgaja, con el viento, de su lugar de origen, que viaja con él y cuando deja de soplar, o detenida, simplemente, por algún obstáculo, cae y es sembrada sin más, sin el concurso de un designio, en cualquier lejanía?

Volver al pasado es un estado próximo al poemático. Es preciso desocuparse. Convertirse en diana. Dejarse alcanzar.

El paraíso perdido es ese infinito alojado en la memoria de un acto nunca repetido que, sin distancia, ocupó todo entero la sensación y dejó huella. Con el tiempo, la huella se convierte en herida. Llamamos nostalgia a esa herida.

Acercaos a la debilidad, atended al desprendimiento al que convida y a esa lucidez que en la desdicha arde, ese fuego frío que mora en permanencia, sin alumbrar apenas, testigo, simplemente. Acercaos a la debilidad, haced acopio de desencanto.

Habito levemente.
 

 
El abismo siempre está ahí; nunca se cierra. Nuestros ojos son los que se cierran para poder seguir viviendo.
 
 
Fantasma es el nombre que le damos a esos seres que, como yo, vuelven a recorrer en sus sueños las casas que habitaron.

En la casa, están creciendo obstáculos. Grandes manos que estallan. Extraños animales salen de ellas e invaden las estancias.

Cerrar el gran paréntesis. Volver al principio. Antes del desvarío y la elocuencia del error, su despliegue. Antes de la pérdida. Antes.

Y allí olvidar.

Olvidar que alguna vez nos fuimos.

 
Escribo el destello. El antes de ahora. Nada que no se haya tenido y perdido alguna vez puede reconocerse.  Tan sólo la distancia entre el tener y el perder permite el destello.

Minar el refugio para poder respirar, fuera de él, libre de su asfixiante nostalgia.
 
Tengo que aprender a despedirme.
 
 
Escribir para no perderse. Como punto de apoyo. Relatar para controlar. Para no perder. Para no perderse. No tanto. No más. Repetir en lo escrito los gestos, decirlos, decirse. Para preservar la constancia del mí entre todo aquello que se escapa:

 
 

En la nuca, la lengua antigua, el idioma incomprendido, la música de la infancia.


La memoria acaso sea aquella cuerda fina que se tensa al abrirse el abismo que nos separa de lo que fuimos.

Qué pocos recuerdos hacen la historia de cada cual. (…) En pocos fragmentos se resume.

Nunca dejé de irme. 

¿Y en qué se convertirá este pequeño poema mío, expuesto sobre este muro a la mirada de otros? Pequeña nada abandonada a la intemperie igual que el objeto que fue su referente, signo de un pasado personal que dejará de ser el mío en cuanto alguien lo reciba y lo haga suyo.

El gozo debió pertenecerle porque ella, en su inocencia, era capaz de una atención plena. (…) Imagino que nada había en ella salvo aquello que miraba y que ella no se diferenciaba de lo que miraba, ni del mirar tampoco. Presiento o imagino que su dicha fue la mejor manera que tuve nunca de amar. 
 
 
Bélgica, Chantal Maillard
 
 
 


domingo, 17 de marzo de 2013

«Los animales del silencio» -poemas de Antonio Gamoneda

 

 
Llegan los animales del silencio, pero debajo de tu piel arde la amapola amarilla, la flor del mar ante los muros calcinados por el viento y el llanto.

 Es la impureza y la piedad, el alimento de los cuerpos abandonados por la esperanza.

 

 

El animal del llanto lame las sombras de tu madre y tú recuerdas otra edad: no había nada dentro de la luz; sólo sentías la extrañeza de vivir. Luego venía el afilador y su serpiente entraba en tus oídos.


Ahora tienes miedo y, de pronto, te embriaga la exactitud: la misma fístula invisible está sonando bajo tu ventana: ha venido el afilador.
 
Oyes la música de los límites y ves pasar al animal del llanto.

 

 

Lame tu piel el animal del llanto, ves grandes números infecciosos y, en el extremo de la indiferencia, giras insomne, musical, delante del último dolor.


Vienen, extienden
 

sobre tu corazón sábanas frías.

 

 

Entra en tu cuerpo y tu cansancio se llena de pétalos. Laten en ti bestias felices: música al borde del abismo.

 En la agonía y la serenidad. Aún sientes como un perfume la existencia.
 
 Este placer sin esperanza, ¿qué significa finalmente en ti?

¿Es que va a cesar también la música?



            Antonio Gamoneda, Libro del frío.

sábado, 23 de febrero de 2013

Cuatro fragmentos de Pilar Fraile Amador: «Donde dice ceguera, escombro»

 
 


3
Coge rosas con el puño cerrado. Mi durmiente abre sus músculos recién creados y envenena sus senos con tierra incandescente. Para seguir durmiendo se sube como un gorrión en celo a los tejados más altos y sueña una y otra vez con tirarse desde allí. Sueña que puede despertar en la caída.
  


21

Mi durmiente acaricia el vello de los escarabajos, sigue con el dedo el reguero plateado de las hormigas, pierde la respiración cuando se dejan caer por el negro orificio del hormiguero, ama su cuerpo cimbreante bajo el peso de los alimentos.
 
 


 
25
Encendemos una pira con los nombres
sus llamas no queman

su ceniza no alcanza a llenar el hueco de una mano.



 

29
Donde debía estar mi alma hay un pedazo de hielo. Donde dice alma poner necesidad. Donde dice hielo, hielo. Donde dice necesidad poner hambre, donde dice hambre, ceguera. Donde dice ceguera, escombro.



De La pecera subterránea (2011)

lunes, 4 de febrero de 2013

Dos poemas de Tomas Tranströmer: "Bebisteis oscuridad/ y os volvisteis visibles".

“Bebisteis oscuridad/ y os volvisteis visibles”.
“Todo lo inconcebible que sin embargo va a ocurrir”.
T.T.


 Parkeharrison



Annie dijo: «Esta música es tan heroica» y es verdad.
Pero los que miran de reojo y con envidia a los hombres de acción,
---los que se desprecian en lo más íntimo porque no son asesinos
no se reconocen aquí.
Y los muchos que compran y venden seres humanos y creen que
---se puede comprar a todo el mundo, no se reconocen aquí.
No su música. La larga melodía que sigue siendo ella misma
---a través de todas las transformaciones, a veces brillante y débil,
---a veces áspera y fuerte, rastro de caracol y alambre de acero.
El tozudo canturreo que nos sigue justo ahora
hacia arriba
las profundidades.



 Parkeharrison 



Ocurre pero pocas veces
que uno de nosotros ve de verdad al otro:

una persona se muestra un instante
como en una fotografía pero con más claridad
y al fondo
algo que es más grande que su sombra.

Él está de cuerpo entero delante de una montaña.
Es más una concha de caracol que una montaña.
Es más una casa que una concha de caracol.
No es una casa pero tiene muchas habitaciones.
Es impreciso pero grandioso.
Él crece de eso, y eso de él
Es su vida, es su laberinto.

Tomas Tranströmer

sábado, 29 de diciembre de 2012

Desde la extranjería: poemas de José Viñals, Olga Muñoz Carrasco, Yaiza Martínez y Pedro Montealegre






Presencia


En el vaso de agua salobre. En el bisel ahogado del gran espejo de la sala. En los partes de guerra. En el florón oxidado de hierro de la puerta del zoo. En la proa del barco inmóvil en terso silencio de la bahía. En el arcano mineral de tus ojos durísimos. En el cielo. En la tela de organza color malva de tu traje de fiesta. En el baile. En la orquesta de vientos. En el hueco de mi mano. En la navaja de templado acero de Solingen. En tus pechos. En los versos del viejo poema, "entre las ropas de Tecla muerta hace treinta años". En el anillo de bodas. En el borde del río de la infancia. En la perdiz. En el ojo de la perdiz. En el ojo rojo de la perdiz. En la primavera. En la eclosión del vegetal temprano. En el grano de anís. En la fuente de plata del banquete. En las manijas niqueladas del ataúd. En la pausa del tigre. En los partes de guerra. En-los-partes-de-guerra. 


La muerte inexorable. La dulce muerte de las letanías.


José Viñals









encontraste la veta brillante en la esteatita por los rezos secretos de partición

murmurando de espaldas al hombre

en el cuarto en penumbra

conociste las más blancas verdades



abajo-
las voces de las niñas escalaban con sus corchetes los muros del patio


resultaba imposible navegar en esta melodía,
contra uno: padre y patrón (51)



arriba-
hiperestructura nubosa cuya verdad la nada no niega,
por no ser nada



y volver tristemente cabeza gacha (53) sin riquezas acumuladas
al antro mismo de la partida


(51) Quedará siempre por expresar el amor que profesaba a su propio carcelero. Tramposa, introdujo dos dedos en la granada. Así esperaba que la llevaras al fondo, hasta el campo folicular, confín de luz, límite de nombre, la existencia. Cada primavera sale de nuevo al aire, los pechos prendidos de crías. El florecido campo canta su historia de luz y enterramiento (52).

(52) Se escuchaban de este a oeste las canciones del agua circulando sobre rostros cadavéricos -así era honrar lo desaparecido, por su transformación en nuevas formas, dijo la Madre

(53) Con uno de los cuernos o ambos inclinados hacia abajo, muy enfrenada, con el hocico muy metido en el pecho


Yaiza Martínez





23.

El levante arrecia fuera. Dentro nos quitamos el aire unos a otros con palabras que hierven y malos modos. Bocanadas, mordeduras, o simplemente llamadas de socorro. Hay espacio suficiente en el suelo, en numerosos huecos invisibles. La ración de aire en cambio mengua, y seguimos respirando acompasados. Salimos al mar todos los días con la intención de llenar de viento los pulmones.


42.

Te empeñas en caminar por el desierto. Parte de la manada se ha acostumbrado a la sed y realmente nos llevan ventaja. La promesa del charco les hace estirar los miembros cuando rozan el espejismo. El trago viscoso los vuelve eufóricos. No me crees: la enfermedad crece alimentándose de las vísceras, del jugo que destilan unos cuerpos abandonados a la penuria. Para eso sobra líquido aún, para morir todos y extinguirnos en esta agónica mudez. 


Olga Muñoz Carrasco






 Lo visto

Se derrite lo visto. ¿Recuerdas el cono tirado en la acera,
un verano de atrás, podría hablarse de tregua, el óxido contrito,
la amalgama aún líquida? Se derrite lo visto. Saltan de los muertos
los polímeros, los radioterapistas posibilitan su trabajo
con botellas cromadas y una pequeña chispa eléctrica. William Crokes
se pregunta si cambiar la cruz de malta por la hoz del druida,

qué va, da lo mismo, el tubo catódico es un tubo metódico.
No somos exclusivos, para qué vagar, advierte el profesor,
mientras sobra lentamente el culo a una pera. Los chicos de hoy
no son como antes, asegura el ecógrafo, el momento que echa
sus ojos atrás y el blanco revela la metempsicosis.

Se derrite lo visto. No estoy seguro de vibrar,
si la circunferencia es la justa y su perímetro,
si la rotación es la justa y su velocidad, llanta de coche
calcada a la galaxia, tienda de rebajas para compradores de Liliput.
Los plazos me hieren la parte alta del duodeno, mi bolsillo resta,
divide, conmuta. Es probable que despiertes sudando.

Los hongos saprófitos, amigos de tus pies. Líquenes y musgo
han crecido en tus cejas. La vida no es fácil, el cliché del argonauta.
El mecánico cambia una muela por otra. El cigüeñal está roto.
El retraso, inminente. No dejes de saludar a los señores pluriempleados.
Las niñas de las comuniones llevan bragas de oro.
Los opositores a bombero encienden el pinar.

Si ajustas fijo tus gafas de miope posiblemente captes
la bipartición de un cigoto. Ese lunar no me gusta. Me salió en verano.
Anda al dermatólogo y que te enseñe el bisturí. No seas anticuado,
se lleva ahora el láser. Se derrite lo visto, se derrite lo visto,
el aceite para cocinar, para limpiar el párpado.
Y el algodón negro.


Pedro Montealegre







ONCE es una colección incompleta pero cerrada de quince libros que abordan propuestas de creación poética desde los márgenes, desde la vertiginosa pluralidad e insurrección de la palabra dada. Quince fragmentos. Quince golpes contra el muro de la obediencia y normalización. Quince veces lo imposible pero real. ONCE propone en 40 meses exponer al público en lengua castellana algunas de las voces que más osada y contundentemente han practicado ese nomadeo y experimentación, esa reflexión y diálogo, inagotable e inabarcable, que es reunido aquí bajo el epígrafe «poéticas de la atención y el cuidado a los conflictos y dilemas del mundo y sus diversidades». Poesía y ensayo, desde el afuera de los géneros y las taxonomías.

ONCE no es sólo intemperie, fuga, disenso. No sólo desprendimiento, coraje, fragilidad, solvencia. No sólo pero sí ineludiblemente lo que tú al leer agencies y reescribas.

La conciencia del lenguaje, la autenticidad, el ajuste de cuentas, las migraciones, las libertades, la concreción histórica y la intemporalidad, las crisis, lo creativo, lo heterotópico... Quizás esta colección de libros, inconclusa, inclusiva que no exclusiva, muy lejos de proponer un canon o exclencia, a lo que invita, querid@s lector@s, es a esperar lo inesperado. 


Colección dirigida por Víktor Gómez y Javier Gil