sábado, 2 de agosto de 2008

«Los brazos cíclicos» - Julio César Galán


Porque sólo se empieza si se desata un río
en el cuarto creciente de la muchacha:
-Vibro en lo blanco y voy hacia ella,
o si el mar viene de una caracola
cuando se tañe el corazón que se rompe en nubes.

Porque unos brazos sienten como las aves los eclipses de luz
y se desatan como un río en el cuarto creciente de la muchacha
y la muchacha crece en esta sala del quinto pabellón
junto a la aguja varada en el brazo:
cúbrete y danza, dice la memoria.

Brazos de la frontera, brazos en las preguntas y en los vuelos,
brazos de retirarse hacia donde estuvimos
y en su rapto las calles desaparecen porque son quimeras.

Porque unos brazos rugen y se enroscan por las caricias
la noche en que el espíritu de la hembra es fruta y pan
y deja que despunten sus secretos y sus orígenes, y el mar
se inmortalice en la mirada que descubre y admira
entre los peces escalpelos y las mantis termómetros.

Unos brazos que gozan de su piel cuando están bajo el agua ardiente
o de un cuerpo y recorren largas horas su curso
para prenderlo en el cuarto creciente de la muchacha
y lo sube y varía en cada sensación hasta hacerse sublime y noble
y se blinda para elevarse y se eleva con cuanto fulgurece
en cada gota y en cada chispa,
y es amar y es amor: si quien riega ya limpia.



Del poemario inédito El inventor de sí, Julio César Galán
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Julio César Galán (Cáceres, 1978) es director del Centro para la Investigación y el Desarrollo de las Actividades Teatrales (C. I. D. A. T) y de la revista de teatro Dioniso. Su primer libro, El ocaso de la aurora, fue finalista del premio Extremadura Joven y Universidad de Extremadura (Sial, 2004). Sus poemas han sido publicados en diversas revistas como Nueva Letra, Kafka, Extramuros, Lunas Rojas, La plaza humana, Jizo, Letra Clara o Turia. En el año 2005 participó en la compañía de teatro granadina "Aqú Teatro" (Laboratorio Permanente) como coautor teatral y en el 2004 ganó el premio Platea de teatro breve por la obra Eureka.

viernes, 1 de agosto de 2008

Un poema sin título de “Barrios Invisibles”, de Víktor Gómez

¿Cuántas veces lo invisible es, más bien, aquello que es apartado bruscamente de la mirada? ¿Aquello que podríamos ver si alzáramos la vista más allá de los muros que protegen de la intemperie?
A pesar de todos los llamamientos al orden, hay veces que no queda otra labor poética que la de recordar lo ingrato, aquello que la memoria colectiva reprime para reafirmarse en su goce. En este poema en prosa, pues, hay una invitación a ingresar a esas regiones extra-muros que sufren nuestra infamia.
Arturo Borra




Una corteza áspera a mi mano habla de pérdidas. Como nunca y como siempre, no importa. Espero aún otra no certeza. Sin condiciones.

Entre las rejas de una valla y la acera. El acercarse despacio no asegura ver. No es porque supiera dónde buscar. Fueron ellos, que no me esperaban, los que nada esperan, quienes me enseñaron los barrios invisibles.

Ah, sí. En los ojos inesperados de la incendiada mole de edificios me mira la negra fachada. Sin cristales, sus vanos retienen la oscuridad interior. Adentro y afuera es una construcción de lo inhabitable.

Un áspero silbo. Giro el rostro. Ya estoy entre sus calles.

Víktor Gómez

lunes, 28 de julio de 2008

«La casa roja» - Juan Carlos Mestre



Alguien anda diciendo que en las afueras de la ciudad hay una casa roja. Una casa donde los cardenales negros sacrifican papagayos a la voz del diluvio. El diluvio tiene las barbas blancas como el sauce de la jurisprudencia un domingo de bodas. Los predicadores aman la tempestad y golpean con sus Biblias de nácar la erección de los guardiamarinas. Las familias beben alcohol, se santiguan, recolectan insectos. El niño de la lámina se masturba plácidamente con la transparencia. La rosa de Jericó huele a vainilla. Alguien anda diciendo que en las afueras de la ciudad hay una casa roja. Una casa cuya ilusión está llena de peces, el pez de San Pedro, la conciencia del delfín encerrada en el aro de la bahía desierta. Lorenzo de Médicis tenía una casa roja, los maniquíes de Bizancio tenían una casa roja. Mi corazón es una casa roja con escamas de vidrio, mi corazón es la caseta de los bañistas cuya eternidad es breve como columna de lágrimas. El minotauro hace rodar sus ojos por el acantilado de las estrellas, la herida del anochecer hace su nido en la arena. Yo hablo con alas, yo hablo con lava de lo ardido y humo de diamante. La geometría bebe veneno, en el canto de los pájaros suena la armonía del baile de los muertos. En la casa roja hay una mesa blanca, en la mesa blanca hay una caja de plata con la nada del sábado. La intemperie gime contra los muros, la tristeza gime contra los mármoles. El profeta tuvo una casa de papiro a la orilla del lago, la muchacha del ghetto vivió en la casa de las preguntas. Mi mano izquierda luce un anillo de agua, en el camafeo de la supersticiosa brilla el mercurio de la temperatura. Lo que canto es lumbre, caballos lo que canto contra la aritmética y los números. Alguien anda diciendo que en las afueras de la ciudad hay una casa roja, una casa bajo el índice del cielo y el negro nenúfar de la amante devota. El muchacho con ojos de ebonita ama la enfermedad y el rubí de los reyes. Las mujeres hermosas sueñan con acuarelas, sueñan con garzas y volúmenes y súbitos prodigios sobre las alfombras de lana. Yo vivo extraviado entre dos rosas de sangre, la que tiñe la calamidad de impaciente belleza, la que tiñe la aurora con su astro eucarístico. Mi voluntad tiene la cólera del orfebre, mi capricho tiene el óxido de tu frente de hierro. Nadie cruza los bosques malignos, nadie sobre la yerba de la muerte escucha el desconsolado discurso de las ceremonias asiduas. Yo veo el arco iris, yo veo la patria de los músicos y el olivo de los evangelios. Mi casa es una casa roja bajo la fibra de un rayo, mi casa es la visión y la beldad de una isla. Aquí cabe la gala del mandarín y la escrupulosa usura de las edades antiguas- Esta casa mira al norte hacia las lagunas de los helechos, esta casa mira al sudeste azotada por el aliento de los que piden limosna.
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De La casa roja, 2008, Juan Carlos Mestre.




jueves, 24 de julio de 2008

Recital poético a seis voces, en el "Café de las Horas", Sábado 26, 19:30 horas, Valencia


PARTICIPAN:
Estel Juliá, Carmen Meca, Angeles Lence,
Matilde Selva, Amparo Santana y Zoa Barea

Si te pilla el sábado en Valencia…. Antes de comenzar tus vacaciones
tienes una cita con escama’am (seis convulsiones en busca de un antídoto imposible)


C/Conde Almodóvar, 1
Sábado, 26 de Julio, 19,30 hs., Valencia


más información:



lunes, 21 de julio de 2008

Poemas de «Reescritura» - Antonio Gamoneda


Recientemente, se celebró en Priego un homenaje al poeta Antonio Gamoneda. Quienes estuvimos allí pudimos gozar de su poesía y de algunos interesantes estudios sobre su producción poética y ensayística, aunque eché de menos -salvo alguna excepción- una mirada histórico-crítica que interrogue más a fondo la relación de esta poética con la historia del campo poético español. Uno no deja de preguntarse cuál habría sido la suerte de Gamoneda si no hubiera logrado algunos distintivos simbólicos que lo consagraran luego de décadas de ostracismo.

Puede que su consagración tardía haya evitado uno de sus mayores riesgos: la fijación enunciativa, que impide el necesario desplazamiento de una poética que inquiere en el pozo enigmático de lo real. Eso, sin embargo, no impide reconocer cierta perversión de los actuales mecanismos de consagración, que hacen que aquello que fue ignorado durante años (y en ocasiones, apartado bruscamente) sea luego reapropiado y celebrado por sus más fervientes detractores. Más allá de los nombres, aquí lo que está en juego es la sorprendente incapacidad de muchos participantes del campo para reconocer lo valioso más allá del juego canónico de la autoridad.

Si lo que se juega en cada olvido no es ni más ni menos que la reproducción de un orden simbólico jerárquico que se sostiene más allá del mutuo cuestionamiento, entonces, habrá que insistir en una política de la memoria que procure dar a cada cual un lugar justo, desde la apertura dialógica y la democratización de las oportunidades, rescatando aquello que otros se empecinan en olvidar.

A pesar de lo dicho, sería parte de la ceguera no entregarse al decir poético de A.G., que es también abrirse al abismo del sentido, tan perturbador como necesario.

Ahora que la fiebre del nombre se atemperó en cierto grado, sirvan estos poemas como un reconocimiento a una trayectoria poética en la que, una vez más, la soledad no fue la menor de los testigos.

Arturo Borra



***

Consistencia de fuego
rodeada de llanto.

Lo primero que se ama
son los ojos: encienden
su luz en la existencia
reunida mirándose.

Pero la luz
es causa mortal. Herido
de transparencia, mi
corazón se oculta en la belleza.


De Sublevación inmóvil (1953-1959/ 2003).


***
Vi
montes sin una flor, lápidas rojas,
pueblos
vacíos
y la sombra que baja. Pero hierve
la luz en los espinos. No comprendo. Sólo
veo belleza.
------------Desconfío.


De Blues Castellano (1961-1966 / 2004).

***
Oigo hervir el acero. La exactitud es el vértigo.
Tus manos abren los párpados del abismo.

(«Rumor de límites», Chillida.). De Lápidas (1977-1986/ 2003)

***

Todos los animales se reúnen en un gran gemido.
Oigo silbar a la vejez. Tú acaso piensas en desapariciones.

Háblame para que conozca la pureza de las palabras
inútiles.

De Lápidas (1977-1986/ 2003)

domingo, 13 de julio de 2008

«Cuando vengan a buscarle», de "Para un tiempo herido" (2008), Enrique Falcón




Cuando vengan a buscarle


Que le den un niño a cada árbol del bosque
para hacerse menta.

Que les pongan pies a las cruces del luto
y salgan, increíbles, a esperar a las visitas.

Que se escapen las novias
a su incendio de uñas pintadas.

Yo recuerdo su rostro encendido
en un arpa de tijeras y tormentas tropicales.

Que le vuelquen las manos
por detrás de la mortaja,
que señale al asesino,
-------------para que no vuelva
-------------para que no espere
-------------para que no salga.

Dos poemas de «Todo en el aire», antología poética de Antonio Méndez Rubio (2008)

-XXIX-


¿conozco acaso del don de la ternura?
me pregunta sin más mi propio eco
enmudece otra vez esquivo se confunde
con el ruido innombrable de los coches
es viernes en las calles se va el día
como vino misterio definitiva-
mente solo hay pocas cosas más
inciertas que este desconcierto frágil
de ver abrirse roto
un cielo que no existe pero tiembla
sin miedo entre las manos que lo escriben
huele a brea el aire de la playa
a arena desmentida cambiante la luz
murmura su final sobrecogida
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Anatema


No conozco otra cosa que palabras.
Ellas piensan: te doy lo que no tengo.
Recorren la materia de esa entrega
hasta rendirse. Tú eres otra
palabra. La que a nada reenvía
sino a la nada sin ningún refugio.
Lejanía de lo que no termina
de errar en nuestra carne. La ternura
mortal de lo desconocido llega
siempre. ¿Qué lugar elegir entonces?
¿Qué regala sin reserva la noche
a quienes la atraviesan en silencio?